«GITANO DE VERDE LUNA, voz de clavel varonil, cutis amasado con manjar y jazmín», leyó en una nota discretamente dejada sobre el escritorio del aula. Fernando Alencastre había regresado de Europa luego de una estancia doctoral en París que lo alejó durante cuatro años de su ciudad natal. Se marchó poco después de contraer matrimonio con Beatriz. El Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de San Agustín lo exhortó a que aceptara la beca que le ofrecían por intermedio de la Secretaría Internacional de Asuntos Latinoamericanos de la Embajada de Francia. Era de los pocos, por no decir, el único, calificado para obtenerla, porque anualmente la cuota asignada a San Agustín se perdía debido a que ningún profesor a tiempo completo hablaba francés. «El Rector en persona me ha comunicado su deseo de que inicies el doctorado en Francia. Tus papeles ya están listos. En cuanto regreses tendrás la cátedra que tú quieras. Es un compromiso no solo de palabra sino por escrito que nos exige el gobierno francés. Está en tus manos, muchacho, es tu futuro y el de tu flamante esposa. Oportunidades como esta no aparecen siempre. Qué dices. Qué le digo al Rector». Aceptó. Era la mejor decisión del momento. La mejor luna de miel que jamás había soñado regalar a Beatriz y la ansiada experiencia europea que hasta ese momento solo le había sido accesible a través de los diarios de André Gide y las novelas de Zola, Flaubert y Víctor Hugo.
Por aquellos años, Arequipa era una ciudad aldeana, conservadora y muy diminuta culturalmente. Para alguien del nivel de Fernando Alencastre o Alfredo Cerdeña, los estudiantes más brillantes de ciencias sociales, rechazar semejante oferta implicaba renunciar a una vida plena de emociones, al vértigo de la aventura intelectual fuera del Perú. Ambos caminaban por senderos distintos. Fernando, conservador, godo, estratégicamente católico y agudo lector de la generación del 900 sobre la cual versó su tesis de bachiller. Consideraba a aquellos intelectuales como «la generación perdida», injustamente olvidados y postergados en la historia debido a la irrupción de Mariátegui. Estaba convencido de que La realidad nacional de Víctor Andrés Belaúnde era categóricamente superior a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Era también un denodado admirador de la obra de Francisco García Calderón, cuya biografía intelectual nunca pudo concluir. Fernando y Alfredo animaban los debates de aquella época en San Agustín. Cuando alguno de ellos exponía, el auditorio de la facultad de sociales se colmaba de principio a fin. Y si no, de inmediato coordinábamos con los compañeros de derecho, contabilidad o economía hasta conseguir un espacio. Fernando se hizo conocido como el «Matagigantes», ya que los míticos profesores de la facultad perecían ante sus certeros emplazamientos. Y cuando intentaron reaccionar fue demasiado tarde, porque luego del segundo año de su ingreso, ya no pudieron sostener el avasallador ritmo de su crecimiento intelectual. Zegarra Ballón fue el único que no sucumbió ante los embates y la fina ironía con la que Fernando formulaba sus preguntas a los profesores que elegía como víctimas. Zegarrita era en aquellos años de lo mejorcito que había en San Agustín. Hablaba el inglés y el francés con fluidez y se había doctorado en Francia donde vivió un par de años. Recuerdo que la primera clase, muy confiado él, Fernando le pidió que aclarase al salón una duda sobre la evolución creadora de Bergson y seguidamente citó de memoria un pasaje de Les deux sources de la morale et de la religión en francés, así tal como lo oyen. Antes que la culmine y ante la mirada atónita del salón, Zegarrita lo interrumpió y prolongó la cita también de memoria y en francés. Al terminar, cual si no pasara nada, continuó con la clase. Lejos de avergonzarse, ese día Fernando sintió una inmensa alegría. Sintió que al fin hallaba de quien aprender, a quien emular, que había «un más allá» del maestro Simmons. Pero muy pronto alguien más ocuparía las expectativas del gran Zegarrita.
Alfredo Cerdeña provenía de una familia de clase media que durante varias generaciones administró las haciendas azucareras de los López de Romaña. Alfredo decidió que era momento de romper esa vergonzosa tradición, sino demolerla, para cambiarla por una utopía más ambiciosa. A los planes de su padre —adiestrarlo en los manejos contables de la hacienda y otras labores similares— Alfredo respondió con enérgica determinación que «no tenía la menor intención de convertirse en un asalariado de los López de Romaña. Y que si veía por conveniente excluirme de la herencia, no verá usted que este su hijo mueva un solo dedo para reclamar un centavo. Prefiero vivir en la indigencia pero con honor que convertirme en un vástago asalariado de esos piojosos chupasangres y lamecirios de sus patrones, porque eso es lo que son para usted. Sus patrones, no los míos». No le quedó más remedio al padre que claudicar ante la decisión de su hijo mayor. Alfredo era bastante inquieto, malgeniado, respondón y belicoso. El doctor Héctor Zegarra Ballón, su maestro en la Independencia Americana, La Salle y luego en San Agustín, a quien estimaba tanto como un padre, le dijo que las ciencias políticas eran lo que mejor se ajustaban a su temperamento chúcaro. Y así fue que Alfredo cambió el curso de una antigua tradición familiar, su primera conquista social, evidencia de que la determinación conjugada con acciones concretas e ideas claras no solo mueve, sino que demuele montañas.
Por aquellos años, Arequipa era una ciudad aldeana, conservadora y muy diminuta culturalmente. Para alguien del nivel de Fernando Alencastre o Alfredo Cerdeña, los estudiantes más brillantes de ciencias sociales, rechazar semejante oferta implicaba renunciar a una vida plena de emociones, al vértigo de la aventura intelectual fuera del Perú. Ambos caminaban por senderos distintos. Fernando, conservador, godo, estratégicamente católico y agudo lector de la generación del 900 sobre la cual versó su tesis de bachiller. Consideraba a aquellos intelectuales como «la generación perdida», injustamente olvidados y postergados en la historia debido a la irrupción de Mariátegui. Estaba convencido de que La realidad nacional de Víctor Andrés Belaúnde era categóricamente superior a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Era también un denodado admirador de la obra de Francisco García Calderón, cuya biografía intelectual nunca pudo concluir. Fernando y Alfredo animaban los debates de aquella época en San Agustín. Cuando alguno de ellos exponía, el auditorio de la facultad de sociales se colmaba de principio a fin. Y si no, de inmediato coordinábamos con los compañeros de derecho, contabilidad o economía hasta conseguir un espacio. Fernando se hizo conocido como el «Matagigantes», ya que los míticos profesores de la facultad perecían ante sus certeros emplazamientos. Y cuando intentaron reaccionar fue demasiado tarde, porque luego del segundo año de su ingreso, ya no pudieron sostener el avasallador ritmo de su crecimiento intelectual. Zegarra Ballón fue el único que no sucumbió ante los embates y la fina ironía con la que Fernando formulaba sus preguntas a los profesores que elegía como víctimas. Zegarrita era en aquellos años de lo mejorcito que había en San Agustín. Hablaba el inglés y el francés con fluidez y se había doctorado en Francia donde vivió un par de años. Recuerdo que la primera clase, muy confiado él, Fernando le pidió que aclarase al salón una duda sobre la evolución creadora de Bergson y seguidamente citó de memoria un pasaje de Les deux sources de la morale et de la religión en francés, así tal como lo oyen. Antes que la culmine y ante la mirada atónita del salón, Zegarrita lo interrumpió y prolongó la cita también de memoria y en francés. Al terminar, cual si no pasara nada, continuó con la clase. Lejos de avergonzarse, ese día Fernando sintió una inmensa alegría. Sintió que al fin hallaba de quien aprender, a quien emular, que había «un más allá» del maestro Simmons. Pero muy pronto alguien más ocuparía las expectativas del gran Zegarrita.
Alfredo Cerdeña provenía de una familia de clase media que durante varias generaciones administró las haciendas azucareras de los López de Romaña. Alfredo decidió que era momento de romper esa vergonzosa tradición, sino demolerla, para cambiarla por una utopía más ambiciosa. A los planes de su padre —adiestrarlo en los manejos contables de la hacienda y otras labores similares— Alfredo respondió con enérgica determinación que «no tenía la menor intención de convertirse en un asalariado de los López de Romaña. Y que si veía por conveniente excluirme de la herencia, no verá usted que este su hijo mueva un solo dedo para reclamar un centavo. Prefiero vivir en la indigencia pero con honor que convertirme en un vástago asalariado de esos piojosos chupasangres y lamecirios de sus patrones, porque eso es lo que son para usted. Sus patrones, no los míos». No le quedó más remedio al padre que claudicar ante la decisión de su hijo mayor. Alfredo era bastante inquieto, malgeniado, respondón y belicoso. El doctor Héctor Zegarra Ballón, su maestro en la Independencia Americana, La Salle y luego en San Agustín, a quien estimaba tanto como un padre, le dijo que las ciencias políticas eran lo que mejor se ajustaban a su temperamento chúcaro. Y así fue que Alfredo cambió el curso de una antigua tradición familiar, su primera conquista social, evidencia de que la determinación conjugada con acciones concretas e ideas claras no solo mueve, sino que demuele montañas.