jueves, 15 de noviembre de 2012

IV. ESA RUBIA DEBILIDAD (3)


—No quisiera irme sin antes agradecerte por tus atenciones y tu tiempo. Seguramente tenías cosas que hacer y te interrumpimos. Quería decirte esto ahora porque mañana no tendremos mucho tiempo. María tiene que visitar a sus tías y yo tengo que acomodar mis cosas.
—Está bien. Para mí fue un placer, de verdad. Una pena que ya tengan que viajar. Yo voy casi seguido a Lima, en cuanto llegue te llamo y salimos con María por ahí.
Ella solo atinó a sonreír, adelantando su opinión sin decirla. Seguro la próxima vez no sería igual, nada sería igual. Cada momento era una historia diferente y en el apego a algo o a alguien se originaba el dolor de una pérdida futura. Mejor no aferrarse a nada y vivir intensamente el momento. Esa era su filosofía.
—Hace frío. ¿Me prestas tu casaca?
—Claro. Toma, póntela.
Antes que me quite la casaca, se acercó y tomándome de la solapa, me besó.  Fue un beso prolongado, la consumación de un deseo que a medida que pasaban los días se hacía incontenible. María salió a ver por qué demorábamos, pero al observarnos prefirió regresar a la sala para no interrumpir. Quienes no regresaron a la reunión fuimos nosotros. Nos marchamos de la casa sin despedirnos de nadie. Caminamos desde la casa Iglesia de La Recoleta hasta la Plaza de Yanahuara compartiendo los cigarrillos y nuestras últimas horas juntos. Paseamos por el  Mirador, luego cruzamos el puente Grau con dirección al centro. Bebimos unas cuantas cervezas en «La Ventanita» en Santa Catalina y terminamos conversando y riendo en las gradas del frontis de la Catedral. Casi al amanecer, abordamos un taxi rumbo a la casa de la tía de María, donde estaban hospedadas. Prefirió bajarse un poco antes y llegar sola. Eso no cambiaba mucho las cosas. Todos en la fiesta sacaron sus propias conclusiones y un paseo nocturno por la ciudad no estaba precisamente entre sus conjeturas, sino más bien, una discreta habitación en un cuarto de hotel. Al día siguiente,  todo volvió a la normalidad;  nos despedimos en el terminal sin gestos ni indicios de tristeza, dispuestos a seguir nuestras vidas como hacía una semana antes. Fue por una infidencia de María que me enteré que ella había llorado durante una buena parte del viaje de regreso a Lima, lo cual no me provocó mayor inquietud. Tal vez creyó que me había enamorado. Nuestros encuentros posteriores —uno cada dos o tres años— fueron agradables pero nunca evocamos aquella semana en Arequipa en la que ella demostró el deseo de vivir una fantasía que anteriormente siempre se negó a sentir.
Diez años después, nos volvimos a encontrar. Sucedió a las pocas semanas de mudarme de Pueblo Libre a Surco. Una tarde en que por fin me animé a correr, la vi en bicicleta esperando el cambio del semáforo. Apreté el paso para darle alcance antes que  cambiara la señal. Lucía igual de espléndida que la última vez, solo que a su exuberante cabellera aleonada, contenida bajo las ataduras de un severo colette, añadía un discreto bronceado como placentera secuela del verano que se iba. Trabajaba como jefa de imagen institucional de un lujoso hotel ubicado en el corazón de San Isidro, muy cercano al centro financiero. Terminadas las preguntas de rigor y la emoción del reencuentro, acordamos vernos nuevamente. No habría pretexto que valga porque vivíamos a un par de cuadras de distancia. A partir de ese momento, salíamos a menudo. En cada salida, intentábamos impresionarnos mediante mutuas y sorpresivas invitaciones a los lugares de moda, oficiales, no oficiales y subterráneos. El tiempo que compartimos fuera de nuestros trabajos lo pasábamos en cafés, restaurantes, bares y karaokes, la gran mayoría, desconocidos para mí y que, de no ser por ella, jamás me hubiera enterado que existían. Sus recomendaciones solían ser de gusto más refinado, las mías, en cambio, pantagruélicas hasta el empacho, pero deliciosas. Si me antojaba de pastas, el point sugerido era el «Mavery» de San Isidro. Si de cafés se trataba, ahí estaba el «Arabica» en Miraflores. (Ella es la responsable de mi actual adicción al café, a los dulces y a los helados, que nunca antes habían llamado mi atención).
—Pero nunca, nunca me lleves al «Starbucks» —me advirtió una vez—. Ese café no vale ni el descartable en el que viene. Un buen conocedor sabe que el café, así como el ceviche, no se ofrece en abundancia, a riesgo de sacrificar el sabor. ¡Qué barbaridad es esa de tomar un americano en envase de medio litro! ¡Y a precio de Nueva York!
Le propuse visitar los mejores «huariques» de Lima y casi, al final, lo habíamos logrado. Estoy seguro que si hubiéramos llevado un riguroso registro de nuestras incursiones, competiríamos de igual a igual con la guía gastronómica de Gastón. Qué tremendos banquetes nos dábamos a media semana con los sánguches de «El Arca» o, si nos antojábamos de parrilladas, pegábamos el salto al frente en el Shanghay de la avenida Sucre en Pueblo Libre. Cierta vez que nos quedamos «de boleto», y seguro de que la impresionaría, la llevé al mercado de Sáenz Peña en el Callao para desayunar café y pan con chicharrón en un puesto que unos chinos abrían desde las seis de la mañana. Vaya si se sorprendió tanto por el sabor como por la espontánea seguridad que se ofrecía escoltarnos por el módico precio de un sol apenas salíamos del mercado. Pero la escapada que recuerdo con mayor cariño y nostalgia es la que significó el inicio de nuestra relación. La noche anterior la pasamos en su apartamento bebiendo y cantando. Despertamos, como al mediodía, fatigados, adormecidos, sedientos y hambrientos como náufragos en ayunas. El cielo anunciaba una soleada tarde de domingo veraniego. Se imponía rematar la faena con mariscos y cerveza helada. No me tomó mucho tiempo convencerla. Diana no era de las que se hace rogar. En cuanto estuvo lista, tomamos el auto y enrumbamos por la Costa Verde directo hasta La Punta. En el Malecón Pardo se sabe que están los mejores restaurantes de la zona, pero de lejos el «Manolo» se llevaba el premio mayor al sabor y la creatividad con su ceviche de mango. Pero antes cruzamos La Perla, y en un pequeño snack de la avenida Buenos Aires probamos unos deliciosos postres de casa recomendados por el dueño del «Manolo». Luego pasamos por Chucuito, barrio que alguna vez albergó a los primeros inmigrantes italianos llegados al Perú; y de ahí llegamos al Yacht Club de La Marina, donde cerramos la jornada contemplando la puesta del sol y bebiendo un par de pisco sours. Tarde maravillosa esa de La Punta. Al final de la jornada, quedó fascinada y creo que en ese momento verdaderamente se enamoró de mí por primera vez debido la minuciosa atención que le puse a cada uno de los detalles de nuestro paseo. De no haber sido así, aquella escapada no habría significado más que la secuela de una noche de copas entre un hombre y una mujer a quienes unía una vieja amistad y que con mucha madurez y soltura volverían a verse las caras días después cual si no pasara nada, sin reproches ni exigencias. Pero, nuestro camino fue otro y, a partir de esa tarde, iniciamos un romance que diez años antes hubiera deseado con toda el alma.

Lince, Jesús María, Pueblo Libre, San Isidro, Barranco y Miraflores los recorrimos de punta a cabo y de cabo a rabo. Nos hicimos caseritos del Cantarana y su subsidiaria del mercadito de Surco viejo, el Cantaranita, cuya especialidad era el ceviche palteado, además de repararnos la «cruda» de la noche anterior. Había que ir poco antes del mediodía o tener mucha paciencia para esperar por una mesa, ya que todos los noctámbulos de Barranco, Surco, Miraflores y alrededores concurrían ahí con la misma intención, sin importar que fuera verano o invierno. A la Posada del Ángel, en Pedro de Osma, íbamos para escuchar a los anónimos troveros de moda que interpretaban canciones de Jorge Drexler, Kevin Johansen, Sabina, Filio, Silvio y Pablo, entre otros. Después de recogerla del hotel, le rogaba porque fuéramos a la avenida Dos de Mayo en Miraflores por los anticuchos de doña Grimanesa, y en ocasiones especiales, al «Javier» de abajo el Puente de los Suspiros, donde se disfruta de una maravillosa vista al mar. Aparte, cada mes planificábamos una cena en los distintos ambientes del restaurant Patagonia, su preferido entre todos los que visitamos. La cosa cambiaba cuando íbamos al centro. Allí no le quedaba otra que rendirse ante mis sugerencias y dejarse guiar como Dante por Virgilio descendiendo a los infiernos. Nuestra ruta metropolitana empezaba en la Rockola, el Queirolo, el D´grot o el bar del hotel Bolívar para calentar motores. Después, bastante más sazonados, pasábamos al Directorio o al Etnias y rematábamos la noche en el Yacana del jirón de la Unión. En fin, los linderos de la Plaza San Martín fueron nuestro teatro de operaciones nocturnas. Antes de nuestro reencuentro, Diana no gustaba mucho de estos sitios, pero conmigo los vivió de diferente manera. De mi parte, no me cansaba de repetirle que verdaderamente recién había conocido Lima gracias a ella.
Fueron ocho meses sensacionales e intensos, en los que me sentí plenamente feliz y disipado de toda preocupación. Incluso el trajín de la universidad que ya venía fastidiándome tiempo atrás, fue más llevadero durante el tiempo que vivimos juntos. A las pocas semanas de estar saliendo y luego de pasar algunas noches en su departamento y ella otras en el mío, nos dimos cuenta que había que formalizar nuestra relación al menos en lo concerniente a la convivencia material. Sin embargo, cercano a los treinta, mi escepticismo sentimental crecía en progresión geométrica, lo cual provocó verdaderos estragos en quienes tuvieron la mala fortuna de involucrarse conmigo durante mi «edad de piedra», como suele llamarla Florencia con cierta ironía y no menos desdén. Florencia sabe que su calculada indiferencia es el secreto de mi fidelidad hacia ella, la razón por la cual mi espíritu conquistador deviene en orfandad si ella no está aquí a mi lado. Ese escepticismo fue la causa de mi fracaso con Diana.



Nunca le oculté mi deseo de salir del Perú. Me escuchaba con cierta atención, pero de inmediato buscaba alguna actividad para disimular su molestia, tristeza o la combinación de ambos sentimientos. Si proponérmelo, el tema salía a relucir en las reuniones de amigos o cuando nos enterábamos que alguien se iba a estudiar al extranjero.
—Me enteré que Coco Salazar se va a estudiar a Nueva York. Hizo sus papeles y le dieron la beca en Yale para estudiar el doctorado en ciencias políticas. Lucy va a aplicar para otra beca en la misma ciudad y lo alcanzará de todas maneras en unos meses. Deberíamos marcharnos del Perú, ¿no  crees? Todo el mundo se va. No es difícil. Y no te digo de irnos a la aventura, sino con un plan. Estamos en nuestro mejor momento. Total ¿nada nos detiene, no? No tenemos hijos, estamos juntos, la vida nos sonríe.
—En todo caso es tu plan, no el mío. Y no sé qué tanto estoy incluida en tu proyecto. Y ya que lo mencionas, me gustaría saberlo para no seguir así porque, francamente, no lo soporto. Parece que no dejas pasar la ocasión para restregarme en la cara que no aguantas un día más en el Perú y que te quieres largar, pero que no puedes porque temes lastimarme. ¿Sabes? Ya me cansé de que me veas como la estúpida que no tiene proyectos ni planes y que solo vive el día a día. No te lo permito, entiendes, no te lo permito.
—Diana, hagámoslo ahora que tenemos la oportunidad. Aquí ya lo probamos todo, no habrá mayor sorpresa en adelante para nosotros. Todos los días son iguales. Ya sabemos de antemano lo que sucederá. No quiero envejecer dictando clases ni corrigiendo estos malditos exámenes ni trabajando en tres o cuatro universidades para tener una vida decente. Y no te hablo de dinero, sino de satisfacción personal. Eres hábil e inteligente. Donde vayas caerás bien parada. Inténtalo y verás que no es tan difícil como parece. El idioma no será problema, allá puedes ver algo relacionado a tu rama.
—No es una buena idea, Gabriel, para nada. Yo tengo aquí a mi familia, un trabajo estable y a mis amigos, a los que detestas, sí y no me hagas gestos de condescendencia, porque es verdad, los detestas, piensas que no están a tu altura intelectual, que son poca cosa para ti porque no han leído todo lo que el señor Del Valle leyó y porque no pueden sostener una conversación contigo. ¿Es cierto, no? Solo me acompañas para complacerme, para que no me moleste, para llevar la fiesta en paz, pero no disfrutas ni un segundo los momentos que comparto con la gente que me llena la vida y que para ti es ridícula.
—Lo que piense de ellos no tiene nada que ver contigo ni con nuestra relación. Te estoy proponiendo que hagamos un plan juntos y que me apoyes en esta idea que nos beneficiará a los dos.
—Sí tiene mucho que ver, porque no te gusta mi estilo de vida, no te gusta lo que soy ni lo que hago, no te interesa un pepino quién soy ni lo que pienso acerca de mi futuro. Solo estás preocupado en pasarla bien tú, divertirte tú, ser tú y tú para todo. ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo? Soy la figurita decorativa en tu álbum de fotos, la-chica-que-te-hace-feliz a costa de no saber qué pasara mañana con ella, si te marcharás o si cambiarás de planes. No soy suficiente para ti, soy poca cosa para ti. Por eso serías capaz de irte y mandar todo al diablo, porque no te importa, no te afecta, no pierdes nada. Nada de lo que yo diga o haga te hará cambiar de opinión, pero, eso sí, no voy a soportar una queja más tuya sobre lo dramática que es tu vida. ¿Sabes cuánta gente quisiera estar en tu lugar y en el mío? ¿En qué cabeza es posible que alguien quiera abandonar a la mujer que dice amar, un buen empleo y a su familia para largarse a estudiar al extranjero?
—Nadie va a abandonar a nadie. Soy feliz contigo, pero quiero que nos vayamos juntos. No hay que elegir entre una u otra cosa. No estoy diciéndote que me voy sin más ni más, quiero hacerlo contigo. ¿Es tan difícil de entenderlo? Esta ciudad y este país no tienen más que ofrecernos. Nos merecemos algo mejor, mucho mejor, o si quieres verlo de otra manera, algo diferente, nuevo, interesante, desafiante. Lima, la verdad, me está matando de a pocos. La fe que había perdido en esta ciudad la recuperé al volverte a ver; gracias a ti es que para mí Lima no termina engulléndome. Pero no quiero que esto se convierta en una carrera de resistencia. Quiero estar lejos, lejos de todo, empezar de nuevo, solo contigo.
—Son tus planes, Gabriel, date cuenta, por Dios, son tus planes, no los míos. Yo soy feliz aquí, con mis estúpidos amigos, con esta ciudad violenta de gente maleducada, de secuestros al paso y balas perdidas, y de cielo gris e invierno húmedo, ese que te da alergia pero que yo adoro desde niña. Yo no pienso en una vida académica ni de  reconocimientos ni de estadías temporales en un sitio u otro. Yo quiero una vida segura aquí y ahora, Gabriel. Y la compartiré con el hombre que piense igual que yo. Tú eres capaz de dejar todo de un día para otro. No tienes bandera, así como llegas, te vas, no te aferras a nada. No eres el chico que conocí la primera vez, sencillo, simple, natural. Ahora eres una máquina obsesionada por ganar una patente de reconocimiento que tal vez nunca llegará.
—Diana, piensa. ¿Crees que no vale la pena esforzarnos por permanecer juntos? Por Dios, Diana, ¿qué te ocurre? La oportunidad la tenemos allí.  Solo debemos tomarla.
—Tal vez este sea el momento en que debas preguntártelo nuevamente. Si vale la pena estar juntos. Si es que no soy un estorbo en tu vida. Lo siento, pero soy así. Soy simple, básica, común, corriente. Nada espectacular. Pero me gusta lo que hago y cómo soy. No cambiaría nada de lo que tengo por irme a otro país a comenzar de nuevo solo porque mi novio quiere convertirse en una celebridad o porque se cree un intelectual incomprendido.
—Diana. Volveré a preguntártelo. ¿Estás conmigo en este proyecto?
—Basta. No quiero hablar más del tema. No soy para ti, Gabriel. Quiero que te vayas. ¿Me oyes? ¿No escuchaste lo que dije? No me iré de aquí. Solo te quieres a ti mismo, amas tus obsesiones. Quieres cobrarte una revancha contra la vida. A mí no me vas a arrastrar en tus traumas. No voy a echar por la borda lo que tengo por tu estúpido egoísmo.
—Si esto es lo que quieres, trabajar todo el día, anochecer para amanecer sin mayor cambio, salir con tus amigos, beber, juerguear, salir y nada más… conversar con esa partida de escritores fracasados a quien nadie leerá, está bien. Si eso es lo que quieres, quédate con tu vida. Me equivoqué en creer que podría construir algo contigo. Quédate con tus amigos.
—Vete, por favor, vete, solo vete.
Recogí mis cosas un sábado por la tarde a inicios de diciembre. El año terminaba y con él mi relación con Diana. Su prima Kathie me abrió la puerta del departamento. Diana se había dado el tiempo para separar absolutamente todas mis pertenencias, hasta las más prescindibles. Con lo que vine, me fui. No la llamé ni le escribí ni pregunté por ella. Corté vínculos con los amigos comunes y frecuenté lugares distintos a los que íbamos para no toparnos ni de casualidad. Así fue como liquidamos nuestra relación. Bastó una discusión de un cuarto de hora para demoler un sentimiento que estaba sostenido sobre una fe ciega e ingenua.

***

Antes de pasar a la sala de embarque, fingí ir al baño, pero en realidad llamé a Diana. María me consiguió su número de móvil y me lo pasó por email. Inventé mil y un pretextos para no verla y contarnos nuestras vidas. Marqué y a la primera timbrada me contestó, oí su voz y la de una criancinha que chillaba ensordecedoramente. «¿Aló, ¿Bueno? ¿Aló? No sé, no sé quién es. No contesta, ya niña deja eso, ¿aló?». Colgué de inmediato y volví con Florencia. Las mujeres no requieren de evidencias para comprobar sus arrojadas hipótesis. Simplemente las lanzan y punto. Luego de tomar asiento y mientras me abrochaba el cinturón de seguridad me preguntó «qué había sido de tu noviecita limeña, esa que no se atrevió a seguirte al Brasil. ¿Sabés algo de ella?». «No, para nada», respondí. Reclinó su asiento, cogió una revista y mientras la hojeaba sin mirarme sentenció: «apuesto que se casó y ya es mamá. Ni tonta que fuera para esperarte». Ignoré su comentario. Giré hacia la ventana y observé cómo la ciudad desaparecía detrás del techo de nubes que aún la cubría inicios de diciembre. Cogí el libro y comencé a leerlo durante las tres horas y media de vuelo a Córdoba.

martes, 3 de julio de 2012

IV. ESA RUBIA DEBILIDAD (2)





Nos conocíamos desde la adolescencia, cuando regularmente yo viajaba a Lima durante el verano. Por aquel entonces, pasaba mis vacaciones entre San Isidro, Pueblo Libre y Lince. En uno de aquellos viajes ocasionales, mi primo Sandro nos presentó en su fiesta de cumpleaños cuando mis tíos Claudia y Alberto aún vivían en el barrio de Santa Cruz. Sandro estudiaba en el colegio Belén con Diana y María. Casi todos los fines de semana, había una fiesta a la que asistíamos los cuatro en plan de enamorados. (Hasta cuando la vi por última vez, Diana conservaba esa aleonada cabellera dorada de pronunciadas ondas que, siendo su mayor encanto, siempre se empecinó en lacear y oscurecer). Pero acabó el verano y con el tiempo, el recuerdo de nuestro breve romance se fue diluyendo. Seis años más tarde, mucha agua había corrido bajo el puente: Diana ya no era amiga de Sandro y él y María ya no eran más novios; solo María y yo mantuvimos contacto regularmente, ya que, cada vez que yo volvía a Lima, me daba un tiempo para charlar y recordar los años mozos de la adolescencia. En uno de esos reencuentros, me comentó que después de terminar el colegio, Diana se había mudado a Surco, y que desde entonces se veían muy de vez en cuando. También me sorprendió con la noticia que viajaría a Arequipa por Semana Santa, por lo cual me comprometía como su anfitrión, ya que era la primera vez que visitaba la ciudad. Mayor fue la sorpresa cuando cumplió su palabra presentándose en mi casa junto con Diana. Fue una semana de salidas diarias en las que reconstruimos recuerdos a base de charlas que parecían interminables, mientras los demás bebían y bailaban. Poco a poco, cedimos ante el deseo y comprendimos que el presente tenía más sentido para nosotros que aquel pasado inconcluso que no recordábamos tan bien.

En la previa a su partida, visitamos el Molino de Sabandía. No la conocía lo suficiente como para saber lo que era capaz de hacer. En son de broma, la desafié a que ingresara a la gruta atravesando la caída de agua que alimentaba el molino. Y ante la absorta mirada de los visitantes y demás curiosos que se acercaban a verla, Diana no solo cruzó sino que se colocó bajo la pequeña catarata extendiendo sus brazos al cielo y dejándose mojar de cuerpo entero. Yo estaba totalmente azorado por su intrepidez y temeroso de que nos echen del lugar. Un par de turistas franceses no cesaban de tomarle fotos y los caballeros que pasaban por ahí se detenían a contemplarla pese a los rabiosos reclamos de sus parejas. Y no les faltaba motivo. En el fondo ellas se morían por estar allí, pero no tenían las agallas suficientes ni el desparpajo de Diana para atreverse. Verla allí tan natural, libre, sencilla e impasible frente a quienes la observaban, soltando su rebosante cabellera dorada como si solo existieran ella y la cascada, era todo un suceso; sobre todo cuando tomó su cabello con las dos manos recostándolo sobre su hombro izquierdo para escurrir el agua, mientras que la humedad de su falda gitana exponía más de lo que debíamos ver, lo que a ella la tenía sin cuidado. Tal vez porque sentía frío, me tendió la mano para que la ayude salir. «Ande, hombre, ayúdela, qué espera» —me exigía una señora. Me acerqué cuidadosamente por el contorno de la cascada hasta aproximarme lo más posible. No sé cómo el torrente no la había derribado, pues venía con mucha fuerza. Cuando al fin logré alcanzarle mi mano, me lanzó por unos segundos una traviesa mirada que solo pude descifrar una vez que caímos tendidos al interior de la gruta. En ese instante, me vino a la mente la escena de La dolce vita en que Anita Ekberg se baña en la Fontana di Trevi invitando a Marcelo Mastroianni a hacer lo mismo. Salvando las distancias entre esa monumental fuente de aguas y la rústica cascada que teníamos en frente —y entre los protagonistas y nosotros— había cierta semejanza. Solo nos faltó el gato, a mí el terno y los zapatos, y a ella un abrigo blanco y vestido de noche. En su lugar ella llevaba un top de color verde olivo y una larga falda gitana. Pero lo más gracioso fue que inspiramos a otras parejas a atravesar la cascada. Y la hubiéramos ocupado toda de no ser porque el guardia del recinto nos conminó a salir de la gruta cuanto antes. Estábamos totalmente empapados. En cuanto nos sentamos en la ribera del arroyo que cruza el molino, Diana no tuvo mejor idea que quitarse la falda, primero, y luego el top. Yo, que no tenía mucho que perder, tuve que entregarle mi remera que estaba un poco más seca, al mismo tiempo que la cubría sosteniendo su falda —tan amplia como una cortina de habitación matrimonial— y ella colgaba su brassiere en las ramas de un modesto árbol que nos servía de refugio. En tanto aguardábamos que secara nuestra ropa, nos tendimos, de cara al sol, descalzos, semidesnudos y deseando intensamente que el día no terminase jamás.

Por la noche, celebramos la despedida en la casa de Rafo Nicoli. Poco más allá de la medianoche, Diana dijo no sentirse bien y me pidió que la acompañara a la terraza a tomar un poco de aire. Durante esos días, se había mostrado como una mujer, si bien muy segura de sí misma, bastante vulnerable cuando la ignoraban, y de ello me di cuenta cuando al principio intencionalmente no le prestaba mayor atención. Pero había algo más oculto en su interior, una dimensión desconocida que pocos podían ver, o mejor dicho, que ella no permitía que vieran y de la cual percibí algunos trazos.

lunes, 18 de junio de 2012

IV. ESA RUBIA DEBILIDAD (1)






AL FINAL DE UNO DE LOS CORREDORES, se instalaron los puestos menos frecuentados por los visitantes. Aunque vendían libros a muy bajo precio, casi nadie se fijaba en ellos. Estaban muy deteriorados. En comparación con el resto, esta zona desentonaba con la tradición de la «Carlos Prince», pues uno de libreros, un diminuto viejito que atendía muy mal —y que parecía desconocer absolutamente lo que vendía— contravenía todo lo que esta feria significaba para aquellos que la visitábamos con verdadera devoción. El suyo no era, definitivamente, el más surtido ni ordenado de todos los stands. Llamaba la atención por el desorden, el deterioro de los libros y el irrisorio precio al que los vendía. A su propietario parecían no interesarle esos detalles, ya que no se esforzaba lo más mínimo por atender, al menos con buen semblante y disposición, a los escasos interesados que curioseaban entre sus libros.

Vino un joven que preguntó sin rodeos el precio de esa novela. Sabía lo que buscaba. No me hizo perder el tiempo ni preguntó el precio en vano. Tampoco regateó ridículamente como todos los que vienen por acá después de gastar buen dinero en la feria. Me miraba con bastante autosuficiencia, como perdonándome la existencia en cada vistazo que daba al viejo estante. «Cinco soles», le dije. Eso cuesta. ¿Lo lleva? Tenía consigo una bolsa con varios libros que seguro compró en la feria. Casi sin mirarme me alcanzó una moneda y revisó que no le faltara alguna página. Si le decía veinte o treinta igual pagaba, estoy seguro. Traía buen reloj, gafas oscuras de marca y un inusual bronceado para la época. «Está completo», le dije. «Nunca se sabe, maestro, mejor revisar sino cuándo te encuentro otra vez. Dígame, ¿por qué este vale más que el resto de tus libros?». «A ver muchacho, dime, ¿tienes la menor idea de lo que estás llevando?». «Claro. La única novela de Fernando Alencastre, mi paisano. Ensayista, sociólogo e historiador de ideas políticas. Por lo que sé, su única aventura literaria fue esta fallida novela. La vi aquí y a comprarla me dije. La verdad pensé que la vendería a más precio. Así nomás no se encuentra. San Agustín la publicó en los setentas en una colección que pasó inadvertida. Nunca más nadie después se animó a reeditarla. Me enteré que por ahí algunos críticos y escritores la vetaron y por ello no salió en la colección de El C*». «No sabes más de lo que cualquiera se informa en ese mamarracho de suplemento que publica El C* cada domingo. ¿Sabías que su director no tuvo las agallas de responder la carta que Fernando le escribió protestando por la publicación de un ataque personal contra él? Fernando…». «Créame, maestro, que me encantaría oír la historia completa pero debo irme sino perderé mi vuelo. Le prometo que me pondré al día. Gracias». «Una última cosa, —lo tomé del brazo con angustia y determinación, como revelándole una secreta súplica, un mandato— a qué te dedicas. Profesor universitario ¿en San Marcos, no? Supongo ¡Ah! en el extranjero, qué bien, qué bien. Haga algo por favor. Publique una nota sobre esta novela. Fernando se lo hubiera agradecido. Yo… lo conocí, sabe, guardo un grato recuerdo de él y…». «Ok, maestro, mil gracias por el dato, pero no soy crítico literario, sino sociólogo. Veré qué hago, debo irme. Un placer».

Frunció el entrecejo y volvió a su ensimismamiento. A quitar el polvo acumulado sobre su viejo estante al borde del colapso, a resanar las viejas heridas de los pocos libros que reposaban desperdigados sobre una canastilla semejante a las utilizadas para vender pan. Era un puesto miserable—de verdad— decadente y ruinoso. El evidente reflejo de lo que había sido la vida de ese pobre hombre, a quien tiempo después llegué a admirar y compadecer por su resistencia ante el olvido y por su lealtad hacia un maestro y amigo que estuvo más cerca de la gloria que él. Estaba con el tiempo justo, así que me retiré.

Llamé a Florencia para avisarle que estaba en camino. «¿Dónde te has metido? ¿Te preguntás quién me va a ayudar a empacar? ¡A ver si don Gabriel Del Valle se digna ayudarme y no me deja como siempre todo a mí! Nos quedan tres horas así que más vale que llegués a tiempo». Sonreí silenciosamente. Eché un último vistazo a las calles, a los edificios y a la gente de esta ciudad que me tomó 10 años comprender y que se llevó buena parte de mi juventud empeñada en recuperar la estabilidad material y emocional de mi familia, a pesar de la mala onda que de vez en cuando arrojaba sobre nosotros la tía S. y su hija, quien infructuosamente intentaba emular a su madre en el arte de la intriga, la maledicencia y la vulgaridad sonora. Precisamente, la recordaba en el instante que por estos azares del destino, el taxi tomó la avenida Arequipa a la altura de Risso y cruzó frente a su casa. La única concesión de Florencia fue no visitar a la tía S. Estuvo plenamente de acuerdo conmigo en que no valía la pena. Por intermedio de mis primos nos enteramos que estaba internada en una clínica hacía varias semanas debido a un accidente doméstico. La fractura de la cadera resultó más grave de lo que pensaban y cada día su salud se iba deteriorando más. Lo que para la familia limeña era, pese a la mala entraña de la tía S. reconocida por tirios y troyanos, una pena —pues nadie puede alegrarse de la desgracia ajena, decían— para mí fue un manifiesto regocijo que me esforcé por no ocultar en cuanta oportunidad tenía para hacerlo. Eran los únicos instantes que verdaderamente disfrutaba durante aquellas últimas reuniones meses previos a su fallecimiento. Me complacía ver los rostros desencajados de mis primos, tíos, sobrinos y demás allegados cuando muy suelto de huesos trazaba un retrato oral de lo que significó para mí la tía S. «No siento lo mismo que ustedes, en serio, lo lamento, pero no puedo y sobre todo no quiero. No me entristece para nada la situación de la tía porque se lo merece: alguien que dedicó su vida a trepar rastreramente para ubicarse cómodamente como la distinguida esposa de un ingeniero norteamericano y así tener la oportunidad tan ansiada de frecuentar el Club Nacional, su mayor aspiración de vida». A las pocas semanas que nació Valentina, falleció la tía S. De alguna manera, la llegada de mi hija borraba de este mundo la nefasta presencia de esa mujer, lo cual me reconfortaba en extremo.


Terminamos de empacar todo y recién nos dimos cuenta del incremento de nuestro equipaje por los obsequios y encargos recibidos. «Qué remedio, Gabito, tenés una familia muy singular. Como todas. La mía, los conocés, no es menos problemática, pero la tuya, querido, la tuya es de novela». El taxi que nos conduciría al Jorge Chávez llegó puntual. Prometimos a mi tía Claudia y al tío Alberto que de regreso los visitaríamos nuevamente. Florencia los comprometió a que nos devolvieran el gesto para el primer aniversario de nuestra hija, a lo que ambos accedieron muy gustosos. Eran los únicos familiares que me alegró ver durante esos brevísimos días. No hubo tanto tiempo para los amigos, pese a que muchos no me quedaban. Por decisión propia, corté vínculos con varios colegas —más bien los descuidé intencionalmente— ex compañeros de la universidad y amigos varios. Desde que conocí a Florencia ya no los necesitaba.

Una vez que las cosas estuvieron saneadas en mi familia, decidí que era momento de velar por mi bienestar. Y aunque mal no la pasaba en lo laboral —vivía confortablemente y sin compromiso serio a la vista— no me veía a largo plazo dictando en cuatro universidades, corrigiendo cuantiosos exámenes ni envejeciendo en el mismo lugar siendo que el mundo estaba allí afuera esperándome. Un par de viajes al exterior durante las vacaciones justificaban el esfuerzo del año, pero yo quería más. Quería irme, pasar una larga temporada fuera del Perú. Verlo desde lejos sin ningún asomo de nostalgia, sino más bien con visible indiferencia. Para ello eché mano de las acertadas sugerencias de Alina Flores-Leslie, a quien conocí en un simposio internacional en el Tecnológico de Monterrey. Alina había estudiado en Brasil y Alemania. Era una tipa genial, muy aguda, inteligente y vivaz. Gracias a ella, contacté a un profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro que me dio luces para perfilar un proyecto acerca de las memorias postdictaduras en Perú, Chile y Argentina. Iniciados los trámites, solo restaba esperar el resultado de mi postulación. El único impasse para una retirada limpia y silenciosa era mi relación con Diana, mi última novia limeña antes del exilio voluntario.

domingo, 10 de junio de 2012

III. ME VERÁS VOLVER (2)



El debate en los claustros de La Compañía de Jesús fue memorable. El centro federado de sociales estaba controlado por los marxistas de la Comuna Roja,liderados por Alfredo Cerdeña. Las facciones trotskistas disidentes formaron La Coalición. Las autoridades de San Agustín veían con suma preocupación la proliferación de estos movimientos estudiantiles radicales, profundamente ideologizados y cuyo objetivo explícito era tomar el control de la universidad como parte de un plan mayor de acciones dirigidas a ejecutar una revolución social de gran magnitud. Una situación así era esperable luego de la Reforma Universitaria de 1920. Por ello, el rector no disimuló su preferencia por La Compañía, lista encabezada por Fernando Alencastre, a la cual apoyaron decididamente. «En usted, Alencastre, depositamos nuestra entera confianza. Si no hacemos algo hoy que todavía conservamos el control de la universidad, nos espera la barbarie. Si bien no podemos ir contra la Reforma, se puede dilatar su ejecución hasta que las condiciones sean las más favorables. Aquí no tenemos las luminarias de San Marcos, pero con todo allá la Reforma Universitaria ha sido radical, como usted ya lo sabrá. Esto del cogobierno es una insensatez de las más grandes. Ahora resulta que los estudiantes van a decidir los rumbos de la universidad junto a sus maestros. De un momento a otro, nos salen con toma de locales, veto a profesores de excelente trayectoria y libre asistencia a la cátedra. Es el mundo al revés. No siendo suficiente, comunistas de toda laya están azuzando a los indios en las comunidades, a los estudiantes en la universidad y a los obreros en las fábricas. Quieren que indios, estudiantes y obreros integren un frente político-social común para asegurar el triunfo de su revolución. No lo permita, Alencastre».

La víspera de las elecciones para la Asamblea Universitaria tuvo como colofón un debate público entre los principales representantes de cada lista. El rectorado no autorizó el uso de los auditorios, pero Fernando interpuso sus buenos oficios con los jesuitas para que este se llevara a cabo en los claustros de La Compañía de Jesús.

«Quienes me han precedido, están empeñados en combatir el capitalismo, lanzar mueras contra la oligarquía y enterrar todo vestigio de opresión a sangre y fuego sin importar el sacrificio que demanda semejante empresa. “Destruir para construir”, “desde abajo y hacia la izquierda” son las consignas que los guían. No puedo negar que son muy nobles los motivos que animan sus propuestas. ¿Quién en sus cabales se opondría a que exista mayor igualdad entre los hombres? ¿Y quién renunciaría sin más a su libertad sin mellar su condición humana? Por supuesto, ninguno de nosotros. Sin embargo, la historia está repleta de buenas intenciones, de gestos altruistas, de muy loables proyectos que desencadenaron oleadas de violencia, muerte y horror. En la búsqueda de mayor igualdad y libertad, sin duda la más perjudicada es esta última, porque, como he venido oyéndolos, las necesidades de muchos se imponen sobre las necesidades de pocos. ¿Cómo podría, entonces, conducirnos el socialismo a una sociedad más justa si no hay libertad para disentir? ¿Cómo, explíquennos por favor, cómo se podría aplicar el socialismo sin violentar la voluntad de los que no lo compartimos? Por eso yo le digo claramente aquí, Alfredo, delante de este auditorio, que en un futuro próximo, no sé dónde ni cuándo pero sí cómo, lamentaremos todos, usted y yo, la puesta en práctica de los conceptos que su grupo defiende. Es como si lo estuviera viendo frente a mis ojos. Tal vez usted y yo no estemos para verlo, pero sí nuestros hijos. Quiero dejar en claro que no comulgo en absoluto con ninguno de los planteamientos sostenidos por la agrupación que usted lidera, lo que no compromete mi admiración por su entrega intelectual y buena disposición al debate (hasta donde mis palabras pongan a prueba su paciencia). La revolución no es el camino. Le confieso que no me gusta esa palabra, prefiero evolución. Si ustedes persisten en diseminar el socialismo, ello sería para el Perú la última desgracia, el último absurdo y la última plaga. Ideas como la suya solo exacerban los ánimos ya caldeados por la indolencia, debo aceptarlo, de una rancia aristocracia nacional que todavía no se despercude de los vicios que heredó de la Colonia. En ello se aplica con justicia el refrán que reza sarna con gusto no pica. Sin embargo, ello no es motivo para incendiar la pradera como he oído que su agrupación denomina al advenimiento de una nueva era. Al menos, si no llego a ver los torrentes de sangre que sus huestes reclaman, estaré tranquilo con mi conciencia, pues, aunque usted diga que miramos hacia otro lado, lo hicimos por la natural repulsión que el ser humano siente frente al horror. La historia dirá en su momento que un reducido pero compacto grupo de jóvenes agustinos de esta ciudad, en estos claustros que alguna vez albergaron el saber impartido por los maestros de la Compañía de Jesús, marcamos distancia con la profecía revolucionaria que ustedes anuncian como único medio para lograr la unidad de la nación. Introducirlo por simiesca imitación, sería ridículo, insensato y criminal, porque se nos inocularía un fermento de odios y discordias aún más activo, un veneno incluso más letal que el racismo o el fanatismo religioso. Asistiríamos todos a la hoguera de nuestra debacle general. Gracias».

«Compañeros: la intervención del compañero Alencastre me recuerda la monserga que me producían las amonestaciones de los curas que en la escuela me conminaban a retomar el recto camino y abandonar los senderos de la rebeldía. Luego, ese hastío adolescente se tradujo en vigorosa indignación ahora que soy joven como ustedes, no solo por la edad en que me encuentra la vida, sino porque nunca como antes he sentido el llamado a manifestar abiertamente mis enfados, decepciones y alegrías con tanta intensidad. Unidos vencimos el miedo y nos sobrepusimos a la intimidación de quienes deseaban encorsetar nuestra legítima indignación bajo la apariencia de las buenas maneras y de una fe que solo concedía resignación para los débiles, pero nunca protagonismo ni autonomía. El niño y el anciano están negados para cultivar un espíritu revolucionario, el primero por su precocidad e ingenuidad, el segundo porque la vida no le da para más. Solo un espíritu joven cuyas acciones se encuentren a la altura de su indignación podría llevar a buen puerto la revolución que anhelamos. Nuestra juventud, Alencastre, es un acto vital: lo somos porque pensamos, sentimos y actuamos como jóvenes. Lo vertido por usted ante este auditorio me lleva a pensar que ha envejecido prematuramente y que pese a ser nuestro contemporáneo, ya no huele más a espíritu joven. Lo evidencian su escasa osadía, su mojigata seguridad. El horror que ha mostrado ante el advenimiento de la revolución me sugiere que usted y sus partidarios marcharían impasibles hacia un estable desastre antes que ensayar una maniobra temeraria para cambiar el curso de un destino fatal. No basta con reconocer la nobleza que anima nuestra lucha ni la obsolescencia del pensamiento conservador: para nosotros quedó en el pasado la etapa de la contemplación inútil de la realidad, ahora nos dedicaremos a transformarla a contraluz de quienes se esfuerzan por retrasar los cambios. La violencia que tengamos que imprimirle a nuestra lucha será proporcional a la resistencia que ofrezcan los opresores del pueblo: mientras más necia sea, mayor tiempo y violencia será necesaria para doblegarlos. ¿O cree usted de buen grado aceptarán perder sus privilegios? Recuerde sino los comentarios de la gente bien de Arequipa cuando los Hermanos de La Salle juntaron en un mismo salón a los Ricketts y los Mamani, al hijo del juez y al del obrero, al de la señorona de Yanahuara y al de su criada. ¿Y así condena usted la violencia cuando ha sido consubstancial a las prácticas de su clase social? Como podrá ver, Alencastre, incluso en la víspera de su decadencia, a su clase le toca jugar un papel importante en la conquista de la revolución: no entorpecer el curso de la historia. Nunca lo olviden, compañeros, nuestras acciones, hoy más que nunca, deberán estar a la altura de nuestra indignación».


Los estudiantes aplaudieron de pie, mientras tanto los profesores que habían asistido aprovecharon para retirarse discretamente. La suerte estaba echada. La Coalición de Alfredo Cerdeña logró colocar a varios miembros de su lista en la Asamblea Universitaria. Negociaron cuotas de poder con Comuna Roja, La Bisagra y El Desorden, ya que se necesitaban mutuamente para neutralizar a los simpatizantes de Fernando Alencastre, precaución más bien exagerada tomando en cuenta que La Compañía carecía de una representación estudiantil contundente: no eran más que un puñado de jovencitos provenientes de familias adineradas, influyentes pero en franca decadencia entre los que de lejos sobresalía Fernando. Pero a Alfredo le preocupaba algo más que ganar las elecciones universitarias. Estaba afanado en sembrar convicciones ideológicas en sus compañeros. «En el futuro será fundamental para que todo lo avanzado no se desplome en el aire si es que los represores aplican la fuerza. Debemos estar preparados para resistir los embates de la reacción, de quienes no aceptan el curso histórico y natural de su decadencia». Y no se equivocó. A fin de cuentas, el triunfo de La Coalición y la unión de los movimientos estudiantiles de izquierda fue un espejismo, una victoria pírrica que se desvaneció con el advenimiento de la dictadura. Había que esperar un par de años más.


domingo, 20 de mayo de 2012

III. ME VERÁS VOLVER (1)


«GITANO DE VERDE LUNA, voz de clavel varonil, cutis amasado con manjar y jazmín», leyó en una nota discretamente dejada sobre el escritorio del aula. Fernando Alencastre había regresado de Europa luego de una estancia doctoral en París que lo alejó durante cuatro años de su ciudad natal. Se marchó poco después de contraer matrimonio con Beatriz. El Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de San Agustín lo exhortó a que aceptara la beca que le ofrecían por intermedio de la Secretaría Internacional de Asuntos Latinoamericanos de la Embajada de Francia. Era de los pocos, por no decir, el único, calificado para obtenerla, porque anualmente la cuota asignada a San Agustín se perdía debido a que ningún profesor a tiempo completo hablaba francés. «El Rector en persona me ha comunicado su deseo de que inicies el doctorado en Francia. Tus papeles ya están listos. En cuanto regreses tendrás la cátedra que tú quieras. Es un compromiso no solo de palabra sino por escrito que nos exige el gobierno francés. Está en tus manos, muchacho, es tu futuro y el de tu flamante esposa. Oportunidades como esta no aparecen siempre. Qué dices. Qué le digo al Rector». Aceptó. Era la mejor decisión del momento. La mejor luna de miel que jamás había soñado regalar a Beatriz y la ansiada experiencia europea que hasta ese momento solo le había sido accesible a través de los diarios de André Gide y las novelas de Zola, Flaubert y Víctor Hugo.

Por aquellos años, Arequipa era una ciudad aldeana, conservadora y muy diminuta culturalmente. Para alguien del nivel de Fernando Alencastre o Alfredo Cerdeña, los estudiantes más brillantes de ciencias sociales, rechazar semejante oferta implicaba renunciar a una vida plena de emociones, al vértigo de la aventura intelectual fuera del Perú. Ambos caminaban por senderos distintos. Fernando, conservador, godo, estratégicamente católico y agudo lector de la generación del 900 sobre la cual versó su tesis de bachiller. Consideraba a aquellos intelectuales como «la generación perdida», injustamente olvidados y postergados en la historia debido a la irrupción de Mariátegui. Estaba convencido de que La realidad nacional de Víctor Andrés Belaúnde era categóricamente superior a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Era también un denodado admirador de la obra de Francisco García Calderón, cuya biografía intelectual nunca pudo concluir. Fernando y Alfredo animaban los debates de aquella época en San Agustín. Cuando alguno de ellos exponía, el auditorio de la facultad de sociales se colmaba de principio a fin. Y si no, de inmediato coordinábamos con los compañeros de derecho, contabilidad o economía hasta conseguir un espacio. Fernando se hizo conocido como el «Matagigantes», ya que los míticos profesores de la facultad perecían ante sus certeros emplazamientos. Y cuando intentaron reaccionar fue demasiado tarde, porque luego del segundo año de su ingreso, ya no pudieron sostener el avasallador ritmo de su crecimiento intelectual. Zegarra Ballón fue el único que no sucumbió ante los embates y la fina ironía con la que Fernando formulaba sus preguntas a los profesores que elegía como víctimas. Zegarrita era en aquellos años de lo mejorcito que había en San Agustín. Hablaba el inglés y el francés con fluidez y se había doctorado en Francia donde vivió un par de años. Recuerdo que la primera clase, muy confiado él, Fernando le pidió que aclarase al salón una duda sobre la evolución creadora de Bergson y seguidamente citó de memoria un pasaje de Les deux sources de la morale et de la religión en francés, así tal como lo oyen. Antes que la culmine y ante la mirada atónita del salón, Zegarrita lo interrumpió y prolongó la cita también de memoria y en francés. Al terminar, cual si no pasara nada, continuó con la clase. Lejos de avergonzarse, ese día Fernando sintió una inmensa alegría. Sintió que al fin hallaba de quien aprender, a quien emular, que había «un más allá» del maestro Simmons. Pero muy pronto alguien más ocuparía las expectativas del gran Zegarrita.

Alfredo Cerdeña provenía de una familia de clase media que durante varias generaciones administró las haciendas azucareras de los López de Romaña. Alfredo decidió que era momento de romper esa vergonzosa tradición, sino demolerla, para cambiarla por una utopía más ambiciosa. A los planes de su padre —adiestrarlo en los manejos contables de la hacienda y otras labores similares— Alfredo respondió con enérgica determinación que «no tenía la menor intención de convertirse en un asalariado de los López de Romaña. Y que si veía por conveniente excluirme de la herencia, no verá usted que este su hijo mueva un solo dedo para reclamar un centavo. Prefiero vivir en la indigencia pero con honor que convertirme en un vástago asalariado de esos piojosos chupasangres y lamecirios de sus patrones, porque eso es lo que son para usted. Sus patrones, no los míos». No le quedó más remedio al padre que claudicar ante la decisión de su hijo mayor. Alfredo era bastante inquieto, malgeniado, respondón y belicoso. El doctor Héctor Zegarra Ballón, su maestro en la Independencia Americana, La Salle y luego en San Agustín, a quien estimaba tanto como un padre, le dijo que las ciencias políticas eran lo que mejor se ajustaban a su temperamento chúcaro. Y así fue que Alfredo cambió el curso de una antigua tradición familiar, su primera conquista social, evidencia de que la determinación conjugada con acciones concretas e ideas claras no solo mueve, sino que demuele montañas.


lunes, 14 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (4)


Mientras mis amigos vivían plácidamente sus años universitarios, yo tuve que colocarme a esta familia en el hombro y hacerla andar, al menos lo que quedara de ella. Mi tía Claudia y mi tío Alberto fueron los únicos que nos tendieron una mano. Luego del fallecimiento de mi padre, nos invitaron a pasar las vacaciones con ellos y me propusieron trabajar como administrador de uno de sus restaurantes. Abandonar ingenierías fue un gran alivio. No lo lamenté en absoluto. La muerte de mi padre no fue tan lamentable como enterarnos del legado de deudas y sorpresas ingratas que descubríamos conforme pasaban los meses e intentábamos, por un lado, sobrellevar con dignidad el duelo y, por otro, reconstruirnos como familia. Mi tía Claudia nos preparó una confortable estadía en los bungalows de El Bosque en Chosica. Me gustó mucho ver a mi madre, a las gemelas y a Sergio reír y abrazarse, como años atrás cuando viajábamos a Arica, Camaná o Mejía toda la familia en el viejo Rambler que mi padre me dejaba conducir en la pampa. Allí lejos de los problemas, le manifesté a mi madre mi firme decisión de quedarme a vivir en Lima para trabajar y estudiar Sociología en San Marcos. «Es lo mejor para mí y para ustedes. Soy más útil aquí que allá. Definitivamente, dejaré ingenierías. Ahora en San Marcos la cosa está más calmada. No tengo otra opción. No me mires así. Ya sé que preferirías una privada pero ahora no hay mucho para escoger. Ya lo conversé con los tíos y están de acuerdo. Me permitirán trabajar medio tiempo en época de clases, a condición de que en el verano los ayude a supervisar el nuevo restaurante que inaugurarán en Punta Hermosa. Créeme, mamá, es mejor así».

Al principio, no fue mucho lo que económicamente pude hacer por mi familia desde Lima. Los intereses nos comían vivos, ya que nuestros abonos no cubrían el capital y cada vez más aumentaban las deudas debido al círculo vicioso de préstamos a los que nos veíamos obligados a recurrir para cubrir un agujero con otro. En lo que sí me empeñé fue en que las gemelas culminaran la secundaria en el Sagrado Corazón y en la rehabilitación de Sergio. Mi madre perdió mucho peso y fumaba demasiado, a lo cual se sumó una gastritis crónica que nos tenía en vilo. Ya suficiente teníamos como para que mamá se nos fuera. La macabra sugerencia de algunos familiares, que vieron en nuestra situación la oportunidad para destilar el resentimiento y envidia acumulados durante años, era que mamá vendiera la casa y se mude a un departamento, «ya que mantener tremenda casa es todo un presupuesto y ahora, hija, no estás para hacerle melindres a la vida. Deshazte también del auto ¿para qué lo necesitas? Más todavía que al Sergio le da por andar chueco no vaya a ser que un día coja el carro borracho y se mate. Ahí está la solución a tus problemas mujer, anda no seas sonsa». Mamá vendió el auto a condición de comprar una combi y hacer movilidad escolar. Pensando ingenuamente en que Sergio se animaría a transportar escolares. El dinero de la venta desapareció con quiebra del sistema mutual. Lo que se logró recuperar se devaluó tanto que abandonamos todo esfuerzo por seguir litigando pues no valía la pena. Felizmente a tiempo la hice entrar en razón para no vender la casa.

Al terminar Sociología, se me abrió un panorama laboral más acorde con mis expectativas y menos conflictivo que el de administrador de un restaurante. Para un misántropo natural como yo, tener que lidiar con desconocidos era un desafío diario a mi escasa fe en el hombre. La enseñanza secundaria nunca estuvo en mis planes, pero fue grato saber que poseía esa capacidad de transmitir saberes con «claridad y simpatía», como comentaba el profe Barrios que debía ser un profesor cualquiera fuese la materia o el nivel en que dictara. «El peor error que puede cometer un profesor es enseñar un curso que no le guste. Aunque le dé plata, cada vez que ingrese a ese salón sentirá una desazón tan grande que querrá largarse si no fuera porque necesita el dinero. Ojalá nunca estemos en esa situación, mi estimado».

Mis primeras clases las dicté en pequeños círculos de estudio ubicados en las proximidades de San Marcos, la UNI y Villarreal. Los estudios de Sociología me dieron la versatilidad de alternar entre Filosofía, Historia del Perú, Historia Universal y esporádicamente Literatura, aunque esta última con mucha cautela, pues, aunque la disfrutaba como lector voraz que soy hasta ahora, me sentía inseguro de enseñarla. No era mi especialidad académica sino un placer. Después entré a colegios preuniversitarios y academias de mayor prestigio donde las inquietudes intelectuales eran una extravagancia. Bastaba con «tener pegada con los chicos», salir bien rankeado en las encuestas, llevarse bien con el coordinador del área para asegurar horas durante la sequía laboral del verano. A diferencia de mis compañeros que sentían una gran presión conforme avanzaban los ciclos, en mi caso era al revés. Sentía que el panorama se aclaraba, que ese pasado lamentable e intensamente doloroso de la muerte de mi padre y la secuela de sus malas decisiones era reemplazado por la monotonía de una vida organizada. Los exámenes y los trabajos nunca fueron un dolor de cabeza. Excepto las cátedras de Zegarra Ballón y Fuenzalida a las que siempre llegaba puntual, el resto de materias las sacaba adelante con mucha solvencia. Llegado el momento, comuniqué a mis tíos que dejaría la administración del último de sus restaurantes que quedaba en pie y que alquilaría una habitación en San Miguel. Las obligaciones con mi familia fueron aminorando y podía darme uno que otro gusto, pero sobre todo independizarme para hacer lo que me diera la gana con mi vida. Tenía a mi favor el haberme cargado solo un peso que nunca pedí y que ni fue mi responsabilidad. A veces, justificaba de esa manera mis excesos, frecuentando night clubs de mala muerte en la avenida La Marina, bebiendo y bailando con alguna muchacha en medio de un hedor tibio, en penumbras, e interrumpido cada nada por un sujeto que revisaba la jarra de un trago miserable que costaba lo que un shot bien servido en el lobby del Bolívar. Más que buscar un romance acorde a mi bolsillo, era la aventura de la autonomía, de regresar a mi cuarto a la hora que yo quisiera sin dar cuentas a nadie. Las novias se sucedían una tras otra sin mayor trascendencia para mí. No me duraban mucho, algunas, lo que dura la primavera o el verano. El invierno limeño fue más propicio para superar el límite de los tres meses que mantenía una relación. Todo esto era mi revancha personal contra el destino. La plenitud del exceso, la euforia, el extremo. En cuanto logré una plaza para enseñar en la universidad donde me recomendara el buen Vladimir, renuncié al colegio y a las academias. A los pocos meses, me mudé a un departamento y cancelé las deudas familiares pendientes. Nuevos vientos soplaban por entonces sobre la atribulada vida de los Del Valle. Mamá volvió a frecuentar a su círculo de amigas, Sergio superó satisfactoriamente la adicción a las drogas y las gemelas eran asediadas como nunca por una variopinta gama de pretendientes. Era mi turno.

jueves, 10 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (3)


Mi padre calculó mal sus fuerzas pues se cansaron de invitarlo e incentivarlo para que se retire hasta que le pusieron un ultimátum. O aceptaba la última oferta que le ponían sobre la mesa y firmaba, o en la siguiente debería conformarse exclusivamente con la liquidación de ley. Recuerdo perfectamente aquella noche en casa; toda la familia en pleno reunidos en la habitación de mis padres. Fiorella, Carolina y Sergio tenían edad suficiente para comprender la situación. Nuestro padre ya no iría a trabajar más. En adelante, estaría en casa todo el día, todos los días del año. Pero ellos no entendían la gravedad de nuestras voces ni los rostros desencajados. «¿Cuál era el drama? ¿Acaso no siempre hemos querido que papá se quede en casa? ¿Acaso, mamá, no renunciaste prematuramente a tu empleo confiando en que papá te seguiría, eso ya hace 8 años?». Pero no comprendieron que lo que para nosotros podría ser una alegría, para el viejo era el inicio de su caducidad, el declive de su vida útil en este mundo. «Es mejor que firmes ya. No nos hagas padecer más, papá. Por única vez, piensa en ti y en los tuyos, en nosotros. No te van a aguantar una más. Mi madre y los chicos te necesitan aquí, donde perteneces. Además tus compañeros se retiraron, todos aceptaron sin chistar, papá, por Dios, piensa, las cosas no son como antes. Lo que pase con nosotros en adelante será tu responsabilidad, solo tuya, papá». Nos abrazamos todos. Firmaría. Las gemelas saltaban de una pata y convencieron a mi mamá para hacer galletas y dulce de manzana. «Será para mañana, chicas, ya es muy tarde y deben acostarse. Le diré a Rosita que mañana las ayude. Vamos a dormir todos». El viejo Caveneccia tenía razón, pensaba luego en mi recámara. El viejo me escuchaba, al menos esa vez sí lo hizo. Se habrá conmovido por la firmeza con que le hablaba, mirándolo a los ojos y señalándolo como el culpable de nuestra desgracia si no firmaba la invitación al cese al día siguiente.

Pero ignorábamos que el tiempo que le robaba a su familia para dedicarlo a la fábrica y al sindicato también lo compartía con una atractiva señora, esposa del gerente de operaciones de la nueva administración. Con las recientes movidas producto de la privatización masiva de empresas, varias transnacionales pusieron sus ojos en la cervecería local, la única que a nivel nacional conservaba un mercado cautivo en el sur del país con nombre y sabor regionalistas. Cuando vendieron la mayor parte de las acciones a inversionistas chilenos, se hizo cada vez más frecuente ver a funcionarios de ese país asumiendo altos cargos sobre todo en la alta gerencia de la fábrica. Doña Raquel Arancibia de Lastarria no tardó en acostumbrarse a los modos y costumbres locales —parecía muy trajinada ella en estos menesteres extramaritales— pues sin vergüenza alguna se lucía con sus amantes de ocasión en los restaurantes y cafés más exclusivos de Arequipa, que poco a poco dejaba de comportarse como una vieja melindrosa para acomodarse a los nuevos tiempos en que todo exceso era bienvenido, ya que el dinero chorreaba por todo lado, a unos más que a otros, por supuesto. Corrían el rumor que su marido era homosexual y que la pareja aceptó la propuesta de mudarse a Arequipa para huir de las habladurías que eran la comidilla del momento en la lejana Valparaíso. Años después, Caveneccia me confesó muy acongojado que no nos dijo nada por lealtad a mi padre. «Tú sabes, muchacho, cómo son estas cosas. Hombre es hombre. Quién no se ha levantado alguna vez una hembra, y más todavía si está más buena que el pan. Esa chilena era recontra lanzada. Andaba detrás de Antonio de arriba a abajo. Me consta que tu padre le hizo el quite varias veces, pero ya sabes, hombre es hombre. Pero cojudo el Antonio, no la supo hacer bien y se jodió por no zafar a tiempo. ¿Si se enamoró? Pucha, Gabrielito, no sé. No creo. Hablaba tanto de ustedes, de Normita, de Sergio, de las gemelas que dudo que se haya enamorado de la «Rotiche». Era su distracción nomás. A nuestra edad solo nos queda buscar a alguien que nos haga sentir que vivimos. Tu viejo ya se las olía con lo del cáncer. Nos lo contó a pesar que no se había chequeado. Sentía que estaba mal, pero como ya se retiraría, quizás en casa iba a mejorar de ánimos. A pesar de todo, muchacho, tu viejo era un tipazo, un hombre ejemplar. Ojalá sepan perdonarlo». Yo le perdono su romance Caveneccia, le perdono y me hago cómplice de su aventura, pero lo que no le perdonaré es habernos condenado al ostracismo y a la humillación de rebajarnos a una vida que no merecíamos y a un trato por parte de nuestros parientes que jamás esperamos. A las gemelas tuvimos que cambiarlas de colegio, lo mismo que a Sergio. Sus amigos ya no les hablaban porque ahora asistían a un colegio de refugiados, «donde van los hijos de padres que no pueden pagar una pensión en nuestro colegio o que no están bien constituidos como familia. Como ustedes sabrán, nuestra misión es formar ciudadanos útiles para la sociedad con valores sólidos y firmes principios. Por ello, chicas, les sugiero que corten cualquier tipo de relación con las gemelas Del Valle. Más bien, oremos porque pronto puedan encontrar el camino que las conduzca por la virtud». Sergio era un adolescente en plena efervescencia que miraba con sumo escepticismo a sus referentes inmediatos: mi padre y yo. Andaba muy mal en el colegio y juntándose con vagos a fumar hierba en los conciertos underground o en la casa de alguno de ellos. Varias veces me gané el pase y lo vi entrar stoneadazo a su habitación. Fui su cómplice a costa de estropear la admiración que me tuvo hasta sus 17 años, todos los que le alcanzaron para vivir intensamente de espaldas a una realidad que lo había ignorado. Sergio entró en una espiral geométrica de dependencia de las drogas agravada por la muerte de mi padre y mi partida a Lima para trabajar. Yo era su última esperanza, su héroe, el que soportaba sus puñetes, patadas y mordidas cuando entrenábamos en el dojo del maestro Waldo Zapana. El que lo guapeaba cada vez que lo veía trompearse en el colegio con los más pintados. Atrevido el mojón. Corajudo y audaz como ninguno. «Por qué te fuiste, Gabriel, si ya era bastante con que se muriera mi papá. A ti te extrañábamos más. Me cagaste, chino, me dejaste sin combustible. Quería ir contigo, pero ¿quién cuidaba a las gemelas?, lo hice muy mal ¿no?».

Mi padre gastó el dinero que nunca tuvo asociándose con ex compañeros para formar una empresa privada de limpieza y seguridad que fracasó estrepitosamente, pues los escasos ingresos fueron dilapidados por los flamantes socios en sus amantes de ocasión. Y mi padre no se quedó atrás. Quiso impresionar a la doña llevándola a cenar a los mismos restaurantes que frecuentaban los jailosos de Arequipa. Eran asiduos de La Chopería, La Quinta Encantada y del Malibú, a los que cada muerte de obispo negro llevaba a mi madre. ¡Qué osado este huevón!, ahora lo pienso. Y me venía a mí con consejos sobre cómo tratar a las gilas. ¡Ahora quién es el gil, papá! Dispuso de todo el efectivo que su modesta tarjeta de crédito le permitía y se valió de amistades para que le gestionen otras cuando el crédito de la anterior se consumiera. Sin embargo, doña Raquel se fue tal como vino. Un día lo llamó a la casa comunicándole que volvía a Chile con su marido y que no intentara ninguna estupidez a las que estaba acostumbrado. Estaba a minutos de abordar un vuelo charter que la llevaría a La Serena donde pasaría una larga temporada con sus padres. Que le deseaba lo mejor en esta vida y que de una buena vez por todas, si es que amaba a su familia, se hiciera un chequeo médico. La gracia le duró a mi padre lo que dura un verano, pero las consecuencias de su «cabeza caliente» las sufrimos durante algunos años más. La partida de la chilena lo sumió en una depresión mucho más profunda que la realidad de enfrentarse a la jubilación. Ese romance le había devuelto el tono necesario para ignorar momentáneamente su condición de anciano precoz. Mi madre se tragó uno y mil sapos cuando la verdad le estalló con la contundencia de un misil directo al corazón. Pese a ello, le exigió que se haga análisis cuanto antes «para descartar cualquier cosa, no vaya a ser que encima de todo te nos mueras y ahí nos amolaste, Antonio. Qué pensabas, por amor de Dios. Otra vez más no pensaste en tu familia, mucho menos en mí claro, luciéndote con la mujer del jefe y yo como una estúpida mirándole la cara a todo el mundo y haciéndome cargo de esta familia que abandonaste desde que Gabriel se hizo hombre. Ese chico con su necedad y mal genio, todo lo que quieras (de quien lo heredó, sino pues) estuvo más presente que tú. Sergio no me obedece, y para en la calle todo el día. Las gemelas están muy mal en el colegio, ya no hablan con sus amiguitas ni las invitan a sus fiestas desde que las cambiamos de escuela. Y ahora a ti te da por deprimirte. Yo soy la que debería deprimirse y a quien debería cargarse el diablo. Ya no puedo más, Antonio, no doy más. Si te quieres morir, adelante, hazlo, pero no me arrastres contigo. Esta vez estás solo, solo, me oyes, solo. Ve donde tu madre. Aquí no te quiero ver, igual nunca estás cuando más te necesitamos».

sábado, 5 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (2)


Cuando estaba a punto de retirarme, me enteré por Juan Cueva, gran amigo, librero y editor, que en la plaza San Francisco de Barranco se encontraba la feria itinerante de libros viejos «Carlos Prince», que reunía a un grupo selecto de libreros quienes continuaban con su labor. Le agradecí por el dato y por la amenísima charla que, aunque breve, me hizo revivir aquellos maravillosos días de finales de los noventas. En Barranco, me complació reencontrarme con algunos amigos que hacía una década me habían ayudado a sumergirme en verdaderas cacerías de tesoros librescos como los Escritos políticos de Marcos Zepita, Acteón enamorado, de Carlos Olaya, en su primera edición facsimilar; las colecciones completas de Mirador y Cuaderno de navegación; y algunos relatos y memorias extraviados de Alberto Guillén. Tampoco pude conversar con ellos como deseaba, pero el poco tiempo que compartimos fue suficiente para ponerme al día. Muchas cosas cambiaron en estos ocho años. Los expertos hablaban del milagro peruano, de la ejemplar disciplina fiscal que llevó a sostener un crecimiento económico envidiado por nuestros vecinos y por las golpeadas economías europeas. Como nunca antes, eran más los que regresaban que los que se iban para nunca volver. Desde España, Argentina, Chile, Japón y los Estados Unidos, comenzaba la repatriación voluntaria de los miles de compatriotas que en los 80 y 90 se marcharon por causa de la crisis económica y la violencia demencial de Sendero Luminoso. El centro de Lima lucía más ordenado y limpio que en mis años de estudiante, pero lo que ganó en ornato lo perdió en encanto. La decadencia, el desorden, la miseria y el achoramiento, de tan cotidianos, se hacen entrañables. De vez en cuando, me gustaba participar de los espontáneos debates entre apristas, comunistas, anarquistas y demás curiosos que se reunían en la Plaza Francia. Era muy divertido provocarlos y oír sus delirantes análisis de la coyuntura política, económica, social y cultural del país, y sus ambiciosos planes para transformar la nación. La vieja placita está flanqueada por la Iglesia de La Recoleta y a su izquierda el antiguo «Hospicio para Mujeres Vergonzantes», un albergue que recreaba el ambiente de las casas de señoras de la alta sociedad limeña que empobrecieron a consecuencia de las guerras civiles y la guerra con Chile. A partir de las 6 de la tarde, iban llegando los impacientes polemistas, algunos provistos de revistas, libros viejos sobre política, economía y sociedad —recuerdo que allí conseguí el fascinante ensayo Neoliberalismo y Aprismo, de Luis Felipe de las Casas Grieve, prologado por Luis Alva Castro, el cual me sirvió para sustentar la tesis de que para la ideología aprista no había nada más antitético que el neoliberalismo; lástima que Grieve de las Casas no fuera secundado por nuevos cuadros en un partido que, para ese momento, aún dependía de la oratoria y el buen olfato político de su líder— y breves apuntes y monografías escritas a computadora por ellos mismos, cuidadosamente empastadas, engrapadas y fotocopiadas, al precio de un sol. Pero cuando estuve allí poco antes de venir a Barranco, me topé con una plaza remozada, impecable, sin una mácula de basura, con jardines florecientes, senderos nítidamente señalizados, bancas en perfecto estado y con el viejo hospicio que había sido restaurado. Sin mendigos ni vagos recostados sobre las bancas ni ambulantes y sin el bullicio de los analistas del pueblo, la plaza Francia lucía tan acicalada que no daba ganas ni de arrojar una colilla de cigarro al piso. Parece ser cierto eso de que la gente se comporta de acuerdo al lugar.

Yo también había cambiado. Fue desde que decidí tomar distancia de todo lo que día a día me iba convirtiendo en un resignado, diligente, puntual y bien remunerado profesor universitario. De ser un modesto egresado de Sociología de una universidad pública y luego improvisado profesor secundario y de academias preuniversitarias, pasé a engrosar las filas de una emergente clase media revitalizada por la política económica liberal que enmendó el desastre de los ochentas y que, por lo que observábamos desde el exterior, estaba siendo exitosa. Las generosas recomendaciones de un antiguo compañero de la universidad me llevaron por un camino nunca antes imaginado. Llegar a ser profesor universitario era un logro envidiable sobre todo si se trataba de una universidad privada de prestigio, de aquellas que ofrecían un buen salario como para reemplazar la combi, el micro o el Metropolitano por un auto propio, o pensar en independizarse de la familia rentando un apartamento. De este modo, recompuse algunos asuntos que hacía tiempo me agobiaban. En los primeros meses, logré saldar las deudas en las que estaba sumergida mi familia por culpa de los entuertos financieros de mi padre, disminuido anímicamente por el cáncer y la depresión post jubilación. Pese a la suculenta liquidación que recibió, los años venideros fueron los peores que recuerdo, porque esa pequeña fortuna se esfumó y con ella un modo de vida que equivocadamente creíamos inalterable.

«Si quieren que me vaya, tendrán que darme el billete que merezco y no las migajas por las cuales ahora todos se regalan». La mayoría de sus compañeros de generación aceptaron de inmediato los incentivos que les ofrecían. «Los del sindicato aseguran que mientras más difícil se las hagamos, más plata nos van a ofrecer para irnos. La cosa es resistir lo máximo que se pueda y si hay un buen billete, ahí nomás, al toque, para qué hacerse rogar. Dile a tu padre que no sea cojudo. Su testarudez la va a pagar caro y lo peor es que no solo él sino ustedes también, muchacho. Ya me cansé de decirle que atraque de una vez, que ya estamos viejos y que nada más tenemos que hacer en esta fábrica. Mis hijos ya están grandes como tú, pronto se van a recibir. Cumplí con darles lo que me correspondía. Ahora solo quiero disfrutar con mi mujer y tal vez poner un negocio. No sé. Habla con Antonio. A ti te escucha, muchacho, te considera, habla mucho de ti».

«Habla mucho de mí», decía el viejo Frank Caveneccia, el mejor amigo de mi padre, con quien entraron a trabajar a la cervecería allá por los sesentas. Hablaría de mí, pero conmigo no hablaba mucho. Prefería organizar las sesiones del sindicato y conminar a los trabajadores a que suspendan sus labores hasta que no se resolviera al 100% el pliego de reclamos, cuyo cumplimiento por justicia les correspondía, antes que oír las quejas de los hermanos y de los profesores acerca de mi bajo rendimiento y mi pertinaz impuntualidad. Para ello estaba mi madre. Porque para él era más importante presidir las comisiones que negociarían un aumento de sueldos con la alta gerencia antes que presenciar las actuaciones o animar junto con otros padres a la selección del colegio cuando defendíamos sus colores en alguna competencia. No importaba qué día fuera, siempre tenía algo qué hacer. «Ve tú, mujer, a ti te quiere más este chajuallo. Hoy tengo una reunión con el sindicato. Confían en mí para que todo salga bien. En cuanto termine, paso por ustedes. De seguro no me demoro. De verdad. Dile de mi parte que le rompa los huevos a los del San Pepe. Así dile, de mi parte».

martes, 1 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (1)

(anterior)



LA PRIMERA NOVELA que leí de Fernando Alencastre fue San Miguel al amanecer. La hallé refundida en uno de los stands menos frecuentados de la Feria del Libro Viejo «Carlos Prince» durante una breve estadía en Lima, horas antes de continuar nuestro viaje con destino a C*. Florencia esperaba a nuestro primer hijo y, tal como lo acordamos, nacería en la tierra de sus padres. Se sentía mucho más segura con su familia cerca. Le di toda la razón. Aprovechamos el receso del verano en la universidad y la generosa invitación de mis suegros para hospedarnos todo el tiempo que fuera necesario. Ambos disfrutábamos de una extensa licencia laboral, de modo que, por ese lado, no existía apremio alguno y, ya que iba a disponer de mucho tiempo, decidí leer cuanto libro cayera en mis manos sin otro criterio que no fuera la espontánea atracción del momento. Así que aproveché la escala en Lima para comprar libros y también películas en los lugares que recordaba, como si fuera ayer, se vendían copias muy baratas y de buena calidad. Fueron tres días navegando entre almuerzos, meriendas y cenas, haciendo malabares para cumplir con las visitas y complacer las invitaciones de familiares y amigos a quienes no podíamos defraudar. Y es que Florencia, no obstante lo avanzado de su embarazo, conservaba una increíble reserva de energía para cumplir con casi toda nuestra mini agenda limeña. Ella era la más interesada en que viéramos a mis parientes —idea que no me entusiasmaba en absoluto— «para que supieran lo magnífico que nos iba y que al fin nos habíamos decidido a ser padres». Habría cambiado todo ese trajín solo por ver a mi madre, a Sergio y a las gemelas, pero en ese instante no era posible. Mamá estaba en San Francisco con Fiorella, ultimando los detalles de su matrimonio; Carolina por darles el alcance en un par de días; y Sergio de buscavidas en algún lugar de Centroamérica. Mamá llegaría a C* en un par de semanas, lo cual me reconfortaba. «No me perdería la llegada de mi primera nieta por nada del mundo», decía.

Desde niño siempre me aburría soberanamente en las fiestas y reuniones que mis padres organizaban en casa. Detestaba participar de los ridículos juegos improvisados por mis primos o, peor aún, temblaba de rabia cuando por complacer a mi madre, me obligaban a exhibir mis habilidades con el órgano electrónico o a declamar algún poema para la ocasión. En la adolescencia recrudeció esta aversión a las reuniones familiares, salvo por las ventajas que ofrece ser un poco mayor, como beber o fumar junto a los adultos sin que mis padres me amonestaran por ello. En la adultez, me vi obligado a ser más concesivo para no lucir como un aguafiestas. A medida que uno envejece ciertos compromisos sociales son ineludibles. En la universidad todavía es manejable el evadir una que otra reunión familiar. En mi caso, los amigos suplantaron con eficiencia mi fragmentada vida familiar durante ese periodo. Pasar el tiempo con ellos era liberador, gratificante, placentero. Pero el trabajo y después el matrimonio terminan por envolvernos dentro de una enorme red de compromisos que, a riesgo del desempleo o la soledad planificada, muy pocos pueden eludir. Echarle a perder la velada a mis tíos, que tan generosamente me recibieron cuando viví con ellos, no estaba en mis planes y tampoco defraudar a mis suegros, a quienes les guardo una inmensa gratitud. Florencia sabía muy bien de mi visceral intolerancia a las reuniones familiares, pero ella jamás acepta un no como respuesta y me conoce tanto que doy mi brazo a torcer solo por la manera en que lo pide. Lo hace como si realmente supiera que aceptaré sin dudas ni murmuraciones. Sabía que permanecer más de lo debido en esas tediosas y anodinas charlas me provocaba una sensación comparable a comer un plato caro, desagradable y mal servido. Por ello, con sus frases y maneras de señorita bien, logró que nos sacásemos de encima en tiempo récord a las hablantinas más célebres de mi familia. «Qué más quieres, solo así podremos cumplir tu recargada agenda», le susurraba mientras la tomaba del brazo saliendo raudamente para abordar el primer taxi que pasara por allí.


Pero también me las ingenié, a pesar de lo ajustado del tiempo, para caminar por aquellos lugares que habían ocupado buena parte de mi primera juventud cuando era estudiante y profesor universitario. Horas antes de que partiera nuestro vuelo a C*, me di una escapada por el centro. Pasé por Quilca, Camaná, La Colmena y los alrededores de la Plaza Francia. Luego enrumbé a Amazonas, ese lugar que tantas veces albergó mi calculada soledad de estudiante universitario. Con visible alegría constaté que varios libreros que solían ayudarme en mis pesquisas aún permanecían en sus locales. Aquí venía cada semana, mañanas y tardes enteras, sin dinero suficiente, pero igual me llevaba algo porque siempre había algo que comprar al alcance de mi bolsillo. Mi magro presupuesto nunca impidió mis incursiones por estos andurriales, y tampoco las graves advertencias de mis tíos y demás conocidos a quienes relataba con suma e ingenua emoción mis paseos por Lima la horrible. No me disuadían de mi rutina porque prefería mil veces estar allí que en casa...

jueves, 26 de abril de 2012

CON OLOR A ESPÍRITU JOVEN (2)

(anterior)



Ni bien terminaron las fiestas, el erudito irlandés apresuró la emancipación intelectual de Fernando sembrando dudas intencionalmente dentro de la formación que le había dado. No comprendía por qué su maestro se había empeñado los meses previos a su partida en desestabilizar los sólidos principios teóricos y valores morales que él mismo contribuyó a consolidar hasta convertirlos en dogmas incuestionables. Tal vez en ausencia de Beatriz, habría advertido el verdadero propósito de aquellas últimas lecciones. Fue una tarea inconclusa, pues Simmons ya no ejercía el mismo dominio ni podía disponer de su tiempo como antes, aparte que Fernando no respondía a las expectativas de estas últimas lecciones no por incapacidad como por desinterés. «No entiendo por qué quiere que justo ahora enjuicie mis convicciones, que reniegue de ellas, que busque otros paradigmas. Este experimento no me gusta. Tengo claro por dónde seguir, pero usted insiste en arrojarme a las tinieblas. Me desconcierta». Las últimas sesiones, pese a la menor frecuencia y mayor brevedad, fueron tensas, duras y turbulentas. Simmons, como nunca antes lo había hecho desde que fuera su tutor, bombardeó el espíritu flemático de su discípulo con todos los recursos que la experiencia le ofrecía. Sabía que el orgullo herido es el resorte del resentimiento y que todo ser humano con amor propio reaccionaría ante la menor provocación. Pero era muy difícil desandar en un verano lo andado durante poco más de una década, y más todavía si la razón debía competir en inferioridad de condiciones contra el amor juvenil.

Al término del verano, Fernando rindió los exámenes escritos y por jurado para acceder a una vacante en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de San Agustín. Dos semanas después, llegó a la casa una carta de la oficina de admisión de la universidad que comunicaba el ingreso de Fernando a la Escuela Profesional de Sociología. De inmediato, Graciela y Beatriz organizaron una fiesta para el fin de semana y así cerrar con broche de oro aquel maravilloso verano. Lo particular de la fiesta era que simbólicamente clausuraba una etapa en las vidas de todos los presentes en aquella remota tarde de marzo de 1948. La vieja oligarquía lanera del sur, al amparo de los inversionistas ingleses, había acumulado grandes fortunas que aseguraron el futuro de sus familias durante varias generaciones. Tanto así que los señorones acaudalados de Arequipa y Cuzco no se mostraban interesados por cultivar su intelecto lo mismo que sus padres, abuelos y bisabuelos. Estaban más empeñados en obtener prebendas del Estado, exenciones fiscales, reducción de impuestos a sus productos y, lo más importante, contener la efervescencia socialista que amenazaba su preciado modo de vida para lo cual no dudaban en tocar la puerta de los cuarteles con el fin de contener el desborde popular. Era también el canto de cisne de las oligarquías familiares que adoptaron durante más de un siglo la sobriedad de las costumbres inglesas y que en la década siguiente declinarían su poder a favor de una burguesía moderna, industrial y transnacional —aunque igualmente depredadora y rentista— pero más visionaria y cuidadosa con las finanzas, y en especial interesada en formar a sus hijos en los Estados Unidos. La flema inglesa fue sustituida por el American Way of Life; los jóvenes ya no anhelaban cultivar la solemnidad de los adultos, más bien deseaban prolongar su juventud lo más que pudieran. Así, progresivamente, los años 50 reconfiguraron el mapa social de la nación, de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. La generación de Fernando se estaba preparando para conducir el destino del país, a menos que algo o alguien se interpusiera en su camino. Al día siguiente, tal como lo había previsto, el viejo Simmons se despidió de los Alencastre, quienes estaban muy agradecidos y a la vez apenados por su partida. A pesar que le ofrecieron una pensión mensual por diez años más y una serie de recomendaciones para que dicte en las más prestigiosas escuelas del país, el erudito irlandés ratificó su decisión ante la abatida mirada del joven Alencastre, cuyo semblante le recordó por unos instantes la primera lección de latín en la vieja casona del Vallecito y aquellos inquietos y maravillosos ojos pardos, ávidos de saberlo todo. La familia escoltó a Simmons hasta el aeropuerto donde un vuelo de la Panagra lo conduciría a Lima y luego a Nueva York. Allí ejerció la docencia en diferentes instituciones y la tutoría en casas de familias adineradas, pero sin mayores expectativas y solo como un medio para subsistir, porque se trataba de una modalidad de enseñanza en creciente desuso. Ni el más aplicado y entusiasta de los jóvenes que instruyó durante los últimos años de su vida rozaba mínimamente la inteligencia y la belleza del joven Alencastre, su obra maestra, su oculto pecado, su amor en silencio. Una fría tarde de invierno de 1950, mientras repasaba sus apuntes, se desvaneció y cayó convulsionando violentamente. Más que la vejez, la nostalgia por los mejores años que entregara con devoción a su amado Fernando había fulminado en dos años sus ganas de vivir. Ni siquiera la independencia de Irlanda le devolvió el tono requerido para emprender el viaje final a Dublín. De haber aceptado la oportuna asistencia de una nurse, tal vez Simmons hubiera sobrevivido para ver a una Irlanda libre, tal como se lo propuso hace 40 años cuando se marchó a la Argentina con el firme propósito de no regresar hasta que su patria fuera reconocida en el mundo como una república libre y soberana.

domingo, 22 de abril de 2012

I. CON OLOR A ESPÍRITU JOVEN






ERA ALTO, ELEGANTE, discreto y cordial. Llevaba siempre una barba cuidadosamente afeitada que delineaba de su rostro hacia la existencia de sus maravillosos ojos pardos. Vestía oscuros ternos de casimir inglés y en la muñeca lucía un imponente reloj Olma adornado con finos detalles de oro en los biseles. Un andar ceremonioso, una mirada esquiva y la sólida cadencia de una seductora voz le imprimían un aire distante y solemne a esa personalidad labrada a pulso desde sus primeros años de vida. No se exaltaba ni arremetía con vehemencia contra sus adversarios ideológicos ni profería improperios para fortalecer sus ideas. Quienes polemizaban con él no se intimidaban por la procacidad de su lenguaje ni por las represalias, bravatas o amenazas de muerte que a menudo se lanzaban los expositores al final de una acalorada discusión, sino por la enorme confianza que irradiaba sobre sí mismo mientras desplegaba magistralmente toda su artillería intelectual hasta doblegar las más férreas convicciones. Citar de memoria a algún célebre pensador no era una proeza por esa época, la mayoría gustaba exhibir su sapiencia rellenando sus intervenciones con largas citas y combinándolas con uno que otro latinajo o galicismo de moda. Pero él, si se trataba de evocar a los ingleses, franceses o alemanes, se encargaba de dejar bien en claro quién era el más autorizado a citarlos como era debido. «Si mis interlocutores desean apelar a la autoridad de los maestros europeos, sugiero que lo hagan en la lengua de Goethe y Víctor Hugo, según sea el caso. De lo contrario, por un mínimo respeto y honestidad intelectual, les rogaría se sirvan citar solamente al traductor». Lo decía sin el más mínimo espíritu de afectación y con una parsimonia exasperante, dibujando una soberbia sonrisa en sus labios que corroía los argumentos de los más avezados polemistas de la facultad. Sentía una especial predilección por los «hablantines tragalibros», a los que provocaba con fina sutileza en cuanto tenía oportunidad; y por los «ratones de biblioteca», que merecían todo su desprecio, ya que de los primeros sabía a qué atenerse, pero los segundos eran una especie mutable, silenciosa, sin bandera intelectual, que devoraban cuanto libro llegara a sus manos. «Son mercenarios del conocimiento porque se enriquecen de saberes diversos y antagónicos sin importarles el contenido ni su aproximación a la verdad. Estos roedores son más peligrosos que los hablantines porque en algún momento son susceptibles de transformarse en fervorosos defensores de una causa, luego de explorar todas las causas o ninguna». Intimidarlos era un placer similar al que sienten los felinos domésticos cuando matan un roedor no por hambre, sino por el mero gusto de verlo morir. «Lo hago porque disfruto confrontando a los necios con su necedad. Un gesto noble en el fondo. Deberían agradecérmelo». Tal era la imagen que Fernando Alencastre dejó impresa en la memoria de sus contemporáneos.

El futuro de Fernando fue planificado por sus padres con minuciosa antelación, pues desde muy temprano supieron que debían cimentar las bases de un porvenir exitoso. Su infancia y niñez transcurrieron apaciblemente en una enorme casona del Vallecito legada por sus abuelos maternos a sus padres a principios de 1927. Allí Graciela organizaba frecuentes reuniones, entre otros motivos, para exhibir ante sus distinguidas amistades los precoces talentos de su hijo, plenamente encomendados a Stanley Simmons, un judío irlandés muy ilustrado que trabó gran amistad con don Felipe Alencastre durante su estadía en Buenos Aires. A los 9 años, Fernando escribía poemas que reproducían las más complejas versificaciones clásicas con mucha solvencia y facilidad. Siempre obtuvo el primer lugar en todos los certámenes de composición escrita que organizaban sus maestros del colegio San José. Simmons complementaba la formación humanística que Fernando recibía de los jesuitas con la lectura de los clásicos modernos europeos. Estaba convencido de que para estudiarlos era indispensable conocer la lengua en que fueron escritos. «Lo contrario solo contribuiría a malos entendidos y a una comprensión menor de las obras. Aquellos que se complacen de una vasta erudición en base al exclusivo dominio de su lengua materna poseen un conocimiento tan profundo como el de un océano con un centímetro de espesor». A los quince años, Fernando ya había leído los textos fundamentales de Locke, Hume, Smith y Mill en inglés, lo mismo que a Shakespeare, Thackeray, Dickens, Poe y Twain. La poesía y la novela francesa de ocupaban un lugar especial en su biblioteca personal. El magisterio de Baudelaire, Víctor Hugo y Balzac lo convencieron del incipiente valor de los escribientes de su localidad. Todos sus libros contenían anotaciones y comentarios que vislumbraban a Fernando como un destacado hombre de letras. Durante el último tramo de su formación, Simmons lo introdujo en el estudio del alemán, a través de una selecta antología poética de Hölderlin y Heine, el Fausto de Goethe y algunos textos escogidos de Hegel y Kant. Sin embargo, la prodigalidad intelectual de Simmons tenía sus límites, pues consideró que debía alejar a su pupilo de la nefasta influencia de ideologías revolucionarias. Tomó la precaución de poner a buen recaudo las obras de los pensadores rusos, franceses y alemanes de fines del siglo XIX vinculados al anarquismo y al socialismo. Este fue el único reproche que Fernando tuvo hacia su mentor intelectual, puesto que desde esas canteras provenían los más furibundos ataques contra el modelo de nación y de Estado que el joven Alencastre defendía como el único viable para su país. Recién en la universidad, Fernando tuvo plena libertad para leer a Bakunin, Kropotkin, Proudhom, Bernstein y, por supuesto, a Karl Marx, más por conocimiento de causa que por simpatía ideológica y sobre todo «para conocer al enemigo por dentro».

La adolescencia lo vio trajinar las viejas y estrechas callecitas de Yanahuara. La enorme casona de los abuelos en el Vallecito había quedado demasiado grande para los Alencastre, ya que Felipe no secundó la voluntad de don Alfonso en cuanto a prolongar su memoria a través de una numerosa descendencia, porque se hallaba más preocupado por mantener el patrimonio de la familia que por engendrar más hijos. De modo que se trasladaron a una vivienda más acorde a sus necesidades en el corazón del distrito de Yanahuara. Las correrías adolescentes de Fernando fueron como las de cualquier muchacho de la época. Todos los viernes, un nutrido grupo de estudiantes del San José y de La Salle hacía guardia a sus novias a la salida del colegio Sagrado Corazón de Jesús ante la severa mirada de las monjas y padres de familia. La rivalidad entre ambos colegios se remonta a la llegada de los Hermanos de las Escuelas Cristianas en 1931. A diferencia de los jesuitas del San José, quienes desde 1578 venían aplicando a pie puntillas los rigurosos preceptos de Ignacio de Loyola —santo, militar, poeta y fundador de la Compañía de Jesús— los hermanos de La Salle brindaban una formación religiosa y laica a la vez, mucho más liberal, flexible y en sintonía con el republicanismo francés, lo cual inyectó un aire de modernidad social en una ciudad históricamente permeable a las modas europeas. El entusiasmo inicial de la voluble aristocracia arequipeña por los «franchutes» duró hasta que conocieron los lineamientos pedagógicos que Jean-Baptiste de La Salle —dedicado desde su juventud a la educación de niños y jóvenes, especialmente de los más pobres— había legado a los Hermanos de las Escuelas Cristianas: una serie de valores que hacían chirriar los refinamientos y maneras de la «gente bien» de Arequipa, pues de ningún modo estaban dispuestos a admitir que los hijos de gente decente compartieran aulas con los hijos de madres solteras, criadas, artesanos, choferes, ferrocarrileros y obreros. Era eso y mucho más. No aceptarían que estos recibieran una educación de calidad a costa del pago de la «gente bien» ni las pensiones escalonadas ni tolerarían que las misas se ofrecieran en castellano o francés, y no en latín. Por ello los padres que inicialmente se animaron a trasladar a sus hijos a La Salle, los regresaron más pronto que inmediatamente al San José, lo cual puso en peligro la naciente labor de los hermanos que, de un momento a otro, se vieron inmersos en deudas y demás urgencias económicas. A ello se agregaba la guerra silenciosa iniciada por el obispo franciscano Floriano Holguín contra «las excentricidades de esta congregación de hermanos que no se aviene con la usanza del lugar». Sin embargo, las familias que mantuvieron a sus hijos en La Salle lo hicieron para llevar adelante las reformas de los hermanos. Así, poco a poco, las clases medias les fueron confiando la educación de sus hijos. La mayor parte de la plana docente estaba integrada por maestros españoles y franceses, y el resto por los más notables profesores de la Independencia Americana, algunos de los cuales también dictaban en San Agustín. Al cumplirse diez años de su fundación, el colegio había crecido en espacio —la adquisición de amplios terrenos en una céntrica ubicación facilitaba el acceso de los estudiantes y sus familias— y prestigio, ya que los certámenes académicos y deportivos dejaron de ser patrimonio exclusivo del colegio San José, motivo de orgullo para la familia lasallana, puesto que significaba un triunfo liberal sobre el trasnochado conservadurismo de la aristocracia arequipeña, en buena cuenta, un triunfo del republicanismo sobre la derecha confesional. Hacia 1947, la rivalidad entre ambas escuelas revelaba mucho más que diatribas entre órdenes religiosas que defendían modelos pedagógicos diferentes: aquella era síntoma de una confrontación ideológica no declarada entre los que concebían la desigualdad social como un fenómeno natural y, por consiguiente, inmodificable, y los que estaban empeñados en desaparecerla para extender las libertades políticas a todos los ciudadanos sin distinción.

Cierta vez los estudiantes de ambos colegios protagonizaron una gresca en el frontis del Sagrado Corazón, suscitada, al parecer, por los coquetos devaneos de una muchacha que encendieron una hoguera de celos entre sus pretendientes, a lo que se sumó la tradicional rivalidad entre los jesuitas y los hermanos de La Salle. Ni los escobazos de las monjas ni la intervención de los padres de familia lograron disolver la trifulca que cada vez ganaba más en contendores, espacio y destrozos. Desesperada, la madre superiora telefoneó a la comisaría del distrito que distaba un par de cuadras para que de inmediato un buen número de efectivos se apersonara al lugar. Esa tarde varios jovencitos recibieron duras reprimendas de sus padres, y los directores de ambos colegios, una contundente queja de las monjas del Sophianum, de los vecinos y del comisario del distrito. Todas las partes acordaron prohibir por tiempo indefinido la aglomeración de escolares a la salida de las señoritas del Sagrado Corazón. Los padres de los involucrados en la pelea se comprometieron a compensar los daños causados por sus hijos; y estos a ofrecer disculpas personalmente a todos los agraviados. Hasta antes de este escándalo, Fernando y sus condiscípulos se las habían ingeniado para burlar la vigilancia de las monjas en distintos días e ingresar al Sophianum en horas de clase bajo el pretexto de una urgencia familiar, debido a lo cual el visitante de turno exigía ver urgentemente a su «hermana» lo que durara el recreo. Aprovechaban los permisos concedidos a los integrantes de la escolta y la banda de música en las fechas previas a una presentación oficial para que fueran a sus casas a cambiarse y regresar para los ensayos, tiempo más que suficiente para visitar a la novia en su propio feudo. Pero después de esa batalla campal, se terminaron las aventuras para todos, excepto para Fernando, quien en la previa había conocido a Beatriz Eguren Forga, encuentro violentamente interrumpido por la lluvia de alaridos, puñetes y patadas que por doquier repartían los enfebrecidos estudiantes del San José y de La Salle frente a la mirada horrorizada de las monjas y padres de familia, y de las sonrisitas cómplices y orgullosas de las chicas del Sagrado Corazón.

Beatriz ocupó todos y cada uno de esos momentos que el viejo Simmons dejó libres convencido de que el modelo de intelectual sombrío y solitario como él no tenía sentido repetirlo en el joven Alencastre. En ello pensaba Simmons cuando comunicó a los padres de Fernando que su labor formativa había terminado, que no tenía más que enseñarle y que en adelante este mismo debería hacerse responsable de su propia evolución intelectual. Por esta razón, llegado el verano, Simmons flexibilizó sus exigencias académicas, lo que Fernando aprovechó al máximo para vivir intensamente los últimos instantes de la adolescencia. Simmons se había percatado de que Fernando ya no lo necesitaba más, que superaría por sí mismo cualquier desafío que le colocara en frente. Luego de once largos años en los que tuvo a cargo su orientación académica, cayó en la cuenta de que su propia vida ya no tenía sentido fuera de esas lecciones particulares que con mucha dedicación, exigencia y afecto había diseñado como un fino artesano que elabora una sola obra maestra, la cual justifica su existencia al final de los tiempos. En muchos sentidos, Fernando fue la obra maestra de Simmons, ese hombre de tan finos modales y humor ponderado, que en absoluto gustaba exhibir su condición de judío, irlandés o europeo como carta de presentación, así como de ningún tipo de fidelidad o devoción por la corona británica. «El patriotismo es el último refugio de los canallas», solía decir evocando a Samuel Johnson. «Lo mismo que me parece condenable el nazismo, lo son las tropelías que en nombre de la civilización cometen los imperios en las colonias». Pero así como despreciaba el patrioterismo, era capaz de sentenciar «God does not save the Queen, but Eire». Como la mente y el corazón de Fernando estaban más puestos en Beatriz que en conocer ese lado oculto que Simmons nunca le mostró —pero que luego de verse en la orfandad emocional como consecuencia del brillante porvenir que le esperaba a su discípulo, se reveló en toda su oscura dimensión— resolvió dar por concluida su relación con los Alencastre y marcharse al término de la nivelación preuniversitaria tarea que aceptó debido a la insistencia de Felipe y Graciela, y como gratitud por todos estos años en que lo acogieron como un miembro más de la familia. No obstante, se marcharía, y esa fue su mayor frustración, sin llegar a culminar la última gran lección que Fernando solo comprendería muchos años después en el momento más difícil de su vida, por lo cual Simmons lamentó no haberlo preparado anticipadamente para resistir los embates del escepticismo y el asedio de las revelaciones.

Los padres de Fernando y Beatriz, conscientes de la conveniencia de ir orientando el romance de sus hijos hacia un destino formal, decidieron esperar el año nuevo en Ancón para celebrar el final del colegio y el inicio de una nueva etapa en sus vidas. Fernando había culminado la secundaria con notas sobresalientes en todas las materias. El colegio recomendó a Felipe y Graciela que no descuidaran la formación de su hijo y les extendieron un documento en el que acreditaban su notable rendimiento por si deseaban que cursara estudios en alguna universidad jesuita del país o el extranjero. Beatriz, por su parte, provenía de una familia tradicional que le había procurado una educación ejemplar tanto en casa como en la escuela. Madame Tellier, su tutora, no poseía la erudición de Simmons, pero con lo que sabía bastaba y sobraba para preparar a una señorita bien de aquella época frente las vicisitudes de una vida planificada y sostenida por un patrimonio al cual la generación de sus padres no aportó un solo centavo, sino, por el contrario, se encargó de dilapidarlo para conservar un tren de vida que disimulara la ruina que los amenazaba ante lo cual el matrimonio de su hija con el heredero de los Alencastre significaba el más oportuno rescate.

Aquellos días lejos de Arequipa, Fernando y Beatriz experimentaron el vértigo de la diversión compartida y la emoción de una privacidad incipiente pero reveladora de un futuro inmediato que ambos querían consumar en ese instante. Beatriz era el complemento ideal para el tipo de vida que Felipe y Graciela planearon para su único hijo: no importaba que su familia irradiara signos visibles de bancarrota ni que Sebastián Eguren, su padre, fuera célebre por la recatafila de amantes de todo calibre que convirtieron a los Eguren Forga en la comidilla de las conversaciones entre los socios del Club Arequipa. Lo importante era que Beatriz brindaría la representatividad social necesaria para que Fernando navegase sin preocupaciones sobre esa frívola superficie de las relaciones sociales, tan cara a la vieja aristocracia peruana de mediados del siglo XX. Poco después de la medianoche, aquel primero de enero de 1945, todos los asistentes a la fiesta de gala en el Yatch Club de Ancón se confundieron en mil abrazos bajo la luz de los fuegos artificiales y bailaron al compás de una euforia colectiva cuyo motor eran los jóvenes de esa selecta burguesía peruana que en la siguiente década atravesaría su último periodo de esplendor. Atrás quedaban para Fernando las lecciones del maestro Simmons, solo existía Beatriz y la visión de un futuro promisorio.

 
Copyright © 2010 El ocaso de un gigante. All rights reserved.