domingo, 20 de mayo de 2012

III. ME VERÁS VOLVER (1)


«GITANO DE VERDE LUNA, voz de clavel varonil, cutis amasado con manjar y jazmín», leyó en una nota discretamente dejada sobre el escritorio del aula. Fernando Alencastre había regresado de Europa luego de una estancia doctoral en París que lo alejó durante cuatro años de su ciudad natal. Se marchó poco después de contraer matrimonio con Beatriz. El Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de San Agustín lo exhortó a que aceptara la beca que le ofrecían por intermedio de la Secretaría Internacional de Asuntos Latinoamericanos de la Embajada de Francia. Era de los pocos, por no decir, el único, calificado para obtenerla, porque anualmente la cuota asignada a San Agustín se perdía debido a que ningún profesor a tiempo completo hablaba francés. «El Rector en persona me ha comunicado su deseo de que inicies el doctorado en Francia. Tus papeles ya están listos. En cuanto regreses tendrás la cátedra que tú quieras. Es un compromiso no solo de palabra sino por escrito que nos exige el gobierno francés. Está en tus manos, muchacho, es tu futuro y el de tu flamante esposa. Oportunidades como esta no aparecen siempre. Qué dices. Qué le digo al Rector». Aceptó. Era la mejor decisión del momento. La mejor luna de miel que jamás había soñado regalar a Beatriz y la ansiada experiencia europea que hasta ese momento solo le había sido accesible a través de los diarios de André Gide y las novelas de Zola, Flaubert y Víctor Hugo.

Por aquellos años, Arequipa era una ciudad aldeana, conservadora y muy diminuta culturalmente. Para alguien del nivel de Fernando Alencastre o Alfredo Cerdeña, los estudiantes más brillantes de ciencias sociales, rechazar semejante oferta implicaba renunciar a una vida plena de emociones, al vértigo de la aventura intelectual fuera del Perú. Ambos caminaban por senderos distintos. Fernando, conservador, godo, estratégicamente católico y agudo lector de la generación del 900 sobre la cual versó su tesis de bachiller. Consideraba a aquellos intelectuales como «la generación perdida», injustamente olvidados y postergados en la historia debido a la irrupción de Mariátegui. Estaba convencido de que La realidad nacional de Víctor Andrés Belaúnde era categóricamente superior a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Era también un denodado admirador de la obra de Francisco García Calderón, cuya biografía intelectual nunca pudo concluir. Fernando y Alfredo animaban los debates de aquella época en San Agustín. Cuando alguno de ellos exponía, el auditorio de la facultad de sociales se colmaba de principio a fin. Y si no, de inmediato coordinábamos con los compañeros de derecho, contabilidad o economía hasta conseguir un espacio. Fernando se hizo conocido como el «Matagigantes», ya que los míticos profesores de la facultad perecían ante sus certeros emplazamientos. Y cuando intentaron reaccionar fue demasiado tarde, porque luego del segundo año de su ingreso, ya no pudieron sostener el avasallador ritmo de su crecimiento intelectual. Zegarra Ballón fue el único que no sucumbió ante los embates y la fina ironía con la que Fernando formulaba sus preguntas a los profesores que elegía como víctimas. Zegarrita era en aquellos años de lo mejorcito que había en San Agustín. Hablaba el inglés y el francés con fluidez y se había doctorado en Francia donde vivió un par de años. Recuerdo que la primera clase, muy confiado él, Fernando le pidió que aclarase al salón una duda sobre la evolución creadora de Bergson y seguidamente citó de memoria un pasaje de Les deux sources de la morale et de la religión en francés, así tal como lo oyen. Antes que la culmine y ante la mirada atónita del salón, Zegarrita lo interrumpió y prolongó la cita también de memoria y en francés. Al terminar, cual si no pasara nada, continuó con la clase. Lejos de avergonzarse, ese día Fernando sintió una inmensa alegría. Sintió que al fin hallaba de quien aprender, a quien emular, que había «un más allá» del maestro Simmons. Pero muy pronto alguien más ocuparía las expectativas del gran Zegarrita.

Alfredo Cerdeña provenía de una familia de clase media que durante varias generaciones administró las haciendas azucareras de los López de Romaña. Alfredo decidió que era momento de romper esa vergonzosa tradición, sino demolerla, para cambiarla por una utopía más ambiciosa. A los planes de su padre —adiestrarlo en los manejos contables de la hacienda y otras labores similares— Alfredo respondió con enérgica determinación que «no tenía la menor intención de convertirse en un asalariado de los López de Romaña. Y que si veía por conveniente excluirme de la herencia, no verá usted que este su hijo mueva un solo dedo para reclamar un centavo. Prefiero vivir en la indigencia pero con honor que convertirme en un vástago asalariado de esos piojosos chupasangres y lamecirios de sus patrones, porque eso es lo que son para usted. Sus patrones, no los míos». No le quedó más remedio al padre que claudicar ante la decisión de su hijo mayor. Alfredo era bastante inquieto, malgeniado, respondón y belicoso. El doctor Héctor Zegarra Ballón, su maestro en la Independencia Americana, La Salle y luego en San Agustín, a quien estimaba tanto como un padre, le dijo que las ciencias políticas eran lo que mejor se ajustaban a su temperamento chúcaro. Y así fue que Alfredo cambió el curso de una antigua tradición familiar, su primera conquista social, evidencia de que la determinación conjugada con acciones concretas e ideas claras no solo mueve, sino que demuele montañas.


lunes, 14 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (4)


Mientras mis amigos vivían plácidamente sus años universitarios, yo tuve que colocarme a esta familia en el hombro y hacerla andar, al menos lo que quedara de ella. Mi tía Claudia y mi tío Alberto fueron los únicos que nos tendieron una mano. Luego del fallecimiento de mi padre, nos invitaron a pasar las vacaciones con ellos y me propusieron trabajar como administrador de uno de sus restaurantes. Abandonar ingenierías fue un gran alivio. No lo lamenté en absoluto. La muerte de mi padre no fue tan lamentable como enterarnos del legado de deudas y sorpresas ingratas que descubríamos conforme pasaban los meses e intentábamos, por un lado, sobrellevar con dignidad el duelo y, por otro, reconstruirnos como familia. Mi tía Claudia nos preparó una confortable estadía en los bungalows de El Bosque en Chosica. Me gustó mucho ver a mi madre, a las gemelas y a Sergio reír y abrazarse, como años atrás cuando viajábamos a Arica, Camaná o Mejía toda la familia en el viejo Rambler que mi padre me dejaba conducir en la pampa. Allí lejos de los problemas, le manifesté a mi madre mi firme decisión de quedarme a vivir en Lima para trabajar y estudiar Sociología en San Marcos. «Es lo mejor para mí y para ustedes. Soy más útil aquí que allá. Definitivamente, dejaré ingenierías. Ahora en San Marcos la cosa está más calmada. No tengo otra opción. No me mires así. Ya sé que preferirías una privada pero ahora no hay mucho para escoger. Ya lo conversé con los tíos y están de acuerdo. Me permitirán trabajar medio tiempo en época de clases, a condición de que en el verano los ayude a supervisar el nuevo restaurante que inaugurarán en Punta Hermosa. Créeme, mamá, es mejor así».

Al principio, no fue mucho lo que económicamente pude hacer por mi familia desde Lima. Los intereses nos comían vivos, ya que nuestros abonos no cubrían el capital y cada vez más aumentaban las deudas debido al círculo vicioso de préstamos a los que nos veíamos obligados a recurrir para cubrir un agujero con otro. En lo que sí me empeñé fue en que las gemelas culminaran la secundaria en el Sagrado Corazón y en la rehabilitación de Sergio. Mi madre perdió mucho peso y fumaba demasiado, a lo cual se sumó una gastritis crónica que nos tenía en vilo. Ya suficiente teníamos como para que mamá se nos fuera. La macabra sugerencia de algunos familiares, que vieron en nuestra situación la oportunidad para destilar el resentimiento y envidia acumulados durante años, era que mamá vendiera la casa y se mude a un departamento, «ya que mantener tremenda casa es todo un presupuesto y ahora, hija, no estás para hacerle melindres a la vida. Deshazte también del auto ¿para qué lo necesitas? Más todavía que al Sergio le da por andar chueco no vaya a ser que un día coja el carro borracho y se mate. Ahí está la solución a tus problemas mujer, anda no seas sonsa». Mamá vendió el auto a condición de comprar una combi y hacer movilidad escolar. Pensando ingenuamente en que Sergio se animaría a transportar escolares. El dinero de la venta desapareció con quiebra del sistema mutual. Lo que se logró recuperar se devaluó tanto que abandonamos todo esfuerzo por seguir litigando pues no valía la pena. Felizmente a tiempo la hice entrar en razón para no vender la casa.

Al terminar Sociología, se me abrió un panorama laboral más acorde con mis expectativas y menos conflictivo que el de administrador de un restaurante. Para un misántropo natural como yo, tener que lidiar con desconocidos era un desafío diario a mi escasa fe en el hombre. La enseñanza secundaria nunca estuvo en mis planes, pero fue grato saber que poseía esa capacidad de transmitir saberes con «claridad y simpatía», como comentaba el profe Barrios que debía ser un profesor cualquiera fuese la materia o el nivel en que dictara. «El peor error que puede cometer un profesor es enseñar un curso que no le guste. Aunque le dé plata, cada vez que ingrese a ese salón sentirá una desazón tan grande que querrá largarse si no fuera porque necesita el dinero. Ojalá nunca estemos en esa situación, mi estimado».

Mis primeras clases las dicté en pequeños círculos de estudio ubicados en las proximidades de San Marcos, la UNI y Villarreal. Los estudios de Sociología me dieron la versatilidad de alternar entre Filosofía, Historia del Perú, Historia Universal y esporádicamente Literatura, aunque esta última con mucha cautela, pues, aunque la disfrutaba como lector voraz que soy hasta ahora, me sentía inseguro de enseñarla. No era mi especialidad académica sino un placer. Después entré a colegios preuniversitarios y academias de mayor prestigio donde las inquietudes intelectuales eran una extravagancia. Bastaba con «tener pegada con los chicos», salir bien rankeado en las encuestas, llevarse bien con el coordinador del área para asegurar horas durante la sequía laboral del verano. A diferencia de mis compañeros que sentían una gran presión conforme avanzaban los ciclos, en mi caso era al revés. Sentía que el panorama se aclaraba, que ese pasado lamentable e intensamente doloroso de la muerte de mi padre y la secuela de sus malas decisiones era reemplazado por la monotonía de una vida organizada. Los exámenes y los trabajos nunca fueron un dolor de cabeza. Excepto las cátedras de Zegarra Ballón y Fuenzalida a las que siempre llegaba puntual, el resto de materias las sacaba adelante con mucha solvencia. Llegado el momento, comuniqué a mis tíos que dejaría la administración del último de sus restaurantes que quedaba en pie y que alquilaría una habitación en San Miguel. Las obligaciones con mi familia fueron aminorando y podía darme uno que otro gusto, pero sobre todo independizarme para hacer lo que me diera la gana con mi vida. Tenía a mi favor el haberme cargado solo un peso que nunca pedí y que ni fue mi responsabilidad. A veces, justificaba de esa manera mis excesos, frecuentando night clubs de mala muerte en la avenida La Marina, bebiendo y bailando con alguna muchacha en medio de un hedor tibio, en penumbras, e interrumpido cada nada por un sujeto que revisaba la jarra de un trago miserable que costaba lo que un shot bien servido en el lobby del Bolívar. Más que buscar un romance acorde a mi bolsillo, era la aventura de la autonomía, de regresar a mi cuarto a la hora que yo quisiera sin dar cuentas a nadie. Las novias se sucedían una tras otra sin mayor trascendencia para mí. No me duraban mucho, algunas, lo que dura la primavera o el verano. El invierno limeño fue más propicio para superar el límite de los tres meses que mantenía una relación. Todo esto era mi revancha personal contra el destino. La plenitud del exceso, la euforia, el extremo. En cuanto logré una plaza para enseñar en la universidad donde me recomendara el buen Vladimir, renuncié al colegio y a las academias. A los pocos meses, me mudé a un departamento y cancelé las deudas familiares pendientes. Nuevos vientos soplaban por entonces sobre la atribulada vida de los Del Valle. Mamá volvió a frecuentar a su círculo de amigas, Sergio superó satisfactoriamente la adicción a las drogas y las gemelas eran asediadas como nunca por una variopinta gama de pretendientes. Era mi turno.

jueves, 10 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (3)


Mi padre calculó mal sus fuerzas pues se cansaron de invitarlo e incentivarlo para que se retire hasta que le pusieron un ultimátum. O aceptaba la última oferta que le ponían sobre la mesa y firmaba, o en la siguiente debería conformarse exclusivamente con la liquidación de ley. Recuerdo perfectamente aquella noche en casa; toda la familia en pleno reunidos en la habitación de mis padres. Fiorella, Carolina y Sergio tenían edad suficiente para comprender la situación. Nuestro padre ya no iría a trabajar más. En adelante, estaría en casa todo el día, todos los días del año. Pero ellos no entendían la gravedad de nuestras voces ni los rostros desencajados. «¿Cuál era el drama? ¿Acaso no siempre hemos querido que papá se quede en casa? ¿Acaso, mamá, no renunciaste prematuramente a tu empleo confiando en que papá te seguiría, eso ya hace 8 años?». Pero no comprendieron que lo que para nosotros podría ser una alegría, para el viejo era el inicio de su caducidad, el declive de su vida útil en este mundo. «Es mejor que firmes ya. No nos hagas padecer más, papá. Por única vez, piensa en ti y en los tuyos, en nosotros. No te van a aguantar una más. Mi madre y los chicos te necesitan aquí, donde perteneces. Además tus compañeros se retiraron, todos aceptaron sin chistar, papá, por Dios, piensa, las cosas no son como antes. Lo que pase con nosotros en adelante será tu responsabilidad, solo tuya, papá». Nos abrazamos todos. Firmaría. Las gemelas saltaban de una pata y convencieron a mi mamá para hacer galletas y dulce de manzana. «Será para mañana, chicas, ya es muy tarde y deben acostarse. Le diré a Rosita que mañana las ayude. Vamos a dormir todos». El viejo Caveneccia tenía razón, pensaba luego en mi recámara. El viejo me escuchaba, al menos esa vez sí lo hizo. Se habrá conmovido por la firmeza con que le hablaba, mirándolo a los ojos y señalándolo como el culpable de nuestra desgracia si no firmaba la invitación al cese al día siguiente.

Pero ignorábamos que el tiempo que le robaba a su familia para dedicarlo a la fábrica y al sindicato también lo compartía con una atractiva señora, esposa del gerente de operaciones de la nueva administración. Con las recientes movidas producto de la privatización masiva de empresas, varias transnacionales pusieron sus ojos en la cervecería local, la única que a nivel nacional conservaba un mercado cautivo en el sur del país con nombre y sabor regionalistas. Cuando vendieron la mayor parte de las acciones a inversionistas chilenos, se hizo cada vez más frecuente ver a funcionarios de ese país asumiendo altos cargos sobre todo en la alta gerencia de la fábrica. Doña Raquel Arancibia de Lastarria no tardó en acostumbrarse a los modos y costumbres locales —parecía muy trajinada ella en estos menesteres extramaritales— pues sin vergüenza alguna se lucía con sus amantes de ocasión en los restaurantes y cafés más exclusivos de Arequipa, que poco a poco dejaba de comportarse como una vieja melindrosa para acomodarse a los nuevos tiempos en que todo exceso era bienvenido, ya que el dinero chorreaba por todo lado, a unos más que a otros, por supuesto. Corrían el rumor que su marido era homosexual y que la pareja aceptó la propuesta de mudarse a Arequipa para huir de las habladurías que eran la comidilla del momento en la lejana Valparaíso. Años después, Caveneccia me confesó muy acongojado que no nos dijo nada por lealtad a mi padre. «Tú sabes, muchacho, cómo son estas cosas. Hombre es hombre. Quién no se ha levantado alguna vez una hembra, y más todavía si está más buena que el pan. Esa chilena era recontra lanzada. Andaba detrás de Antonio de arriba a abajo. Me consta que tu padre le hizo el quite varias veces, pero ya sabes, hombre es hombre. Pero cojudo el Antonio, no la supo hacer bien y se jodió por no zafar a tiempo. ¿Si se enamoró? Pucha, Gabrielito, no sé. No creo. Hablaba tanto de ustedes, de Normita, de Sergio, de las gemelas que dudo que se haya enamorado de la «Rotiche». Era su distracción nomás. A nuestra edad solo nos queda buscar a alguien que nos haga sentir que vivimos. Tu viejo ya se las olía con lo del cáncer. Nos lo contó a pesar que no se había chequeado. Sentía que estaba mal, pero como ya se retiraría, quizás en casa iba a mejorar de ánimos. A pesar de todo, muchacho, tu viejo era un tipazo, un hombre ejemplar. Ojalá sepan perdonarlo». Yo le perdono su romance Caveneccia, le perdono y me hago cómplice de su aventura, pero lo que no le perdonaré es habernos condenado al ostracismo y a la humillación de rebajarnos a una vida que no merecíamos y a un trato por parte de nuestros parientes que jamás esperamos. A las gemelas tuvimos que cambiarlas de colegio, lo mismo que a Sergio. Sus amigos ya no les hablaban porque ahora asistían a un colegio de refugiados, «donde van los hijos de padres que no pueden pagar una pensión en nuestro colegio o que no están bien constituidos como familia. Como ustedes sabrán, nuestra misión es formar ciudadanos útiles para la sociedad con valores sólidos y firmes principios. Por ello, chicas, les sugiero que corten cualquier tipo de relación con las gemelas Del Valle. Más bien, oremos porque pronto puedan encontrar el camino que las conduzca por la virtud». Sergio era un adolescente en plena efervescencia que miraba con sumo escepticismo a sus referentes inmediatos: mi padre y yo. Andaba muy mal en el colegio y juntándose con vagos a fumar hierba en los conciertos underground o en la casa de alguno de ellos. Varias veces me gané el pase y lo vi entrar stoneadazo a su habitación. Fui su cómplice a costa de estropear la admiración que me tuvo hasta sus 17 años, todos los que le alcanzaron para vivir intensamente de espaldas a una realidad que lo había ignorado. Sergio entró en una espiral geométrica de dependencia de las drogas agravada por la muerte de mi padre y mi partida a Lima para trabajar. Yo era su última esperanza, su héroe, el que soportaba sus puñetes, patadas y mordidas cuando entrenábamos en el dojo del maestro Waldo Zapana. El que lo guapeaba cada vez que lo veía trompearse en el colegio con los más pintados. Atrevido el mojón. Corajudo y audaz como ninguno. «Por qué te fuiste, Gabriel, si ya era bastante con que se muriera mi papá. A ti te extrañábamos más. Me cagaste, chino, me dejaste sin combustible. Quería ir contigo, pero ¿quién cuidaba a las gemelas?, lo hice muy mal ¿no?».

Mi padre gastó el dinero que nunca tuvo asociándose con ex compañeros para formar una empresa privada de limpieza y seguridad que fracasó estrepitosamente, pues los escasos ingresos fueron dilapidados por los flamantes socios en sus amantes de ocasión. Y mi padre no se quedó atrás. Quiso impresionar a la doña llevándola a cenar a los mismos restaurantes que frecuentaban los jailosos de Arequipa. Eran asiduos de La Chopería, La Quinta Encantada y del Malibú, a los que cada muerte de obispo negro llevaba a mi madre. ¡Qué osado este huevón!, ahora lo pienso. Y me venía a mí con consejos sobre cómo tratar a las gilas. ¡Ahora quién es el gil, papá! Dispuso de todo el efectivo que su modesta tarjeta de crédito le permitía y se valió de amistades para que le gestionen otras cuando el crédito de la anterior se consumiera. Sin embargo, doña Raquel se fue tal como vino. Un día lo llamó a la casa comunicándole que volvía a Chile con su marido y que no intentara ninguna estupidez a las que estaba acostumbrado. Estaba a minutos de abordar un vuelo charter que la llevaría a La Serena donde pasaría una larga temporada con sus padres. Que le deseaba lo mejor en esta vida y que de una buena vez por todas, si es que amaba a su familia, se hiciera un chequeo médico. La gracia le duró a mi padre lo que dura un verano, pero las consecuencias de su «cabeza caliente» las sufrimos durante algunos años más. La partida de la chilena lo sumió en una depresión mucho más profunda que la realidad de enfrentarse a la jubilación. Ese romance le había devuelto el tono necesario para ignorar momentáneamente su condición de anciano precoz. Mi madre se tragó uno y mil sapos cuando la verdad le estalló con la contundencia de un misil directo al corazón. Pese a ello, le exigió que se haga análisis cuanto antes «para descartar cualquier cosa, no vaya a ser que encima de todo te nos mueras y ahí nos amolaste, Antonio. Qué pensabas, por amor de Dios. Otra vez más no pensaste en tu familia, mucho menos en mí claro, luciéndote con la mujer del jefe y yo como una estúpida mirándole la cara a todo el mundo y haciéndome cargo de esta familia que abandonaste desde que Gabriel se hizo hombre. Ese chico con su necedad y mal genio, todo lo que quieras (de quien lo heredó, sino pues) estuvo más presente que tú. Sergio no me obedece, y para en la calle todo el día. Las gemelas están muy mal en el colegio, ya no hablan con sus amiguitas ni las invitan a sus fiestas desde que las cambiamos de escuela. Y ahora a ti te da por deprimirte. Yo soy la que debería deprimirse y a quien debería cargarse el diablo. Ya no puedo más, Antonio, no doy más. Si te quieres morir, adelante, hazlo, pero no me arrastres contigo. Esta vez estás solo, solo, me oyes, solo. Ve donde tu madre. Aquí no te quiero ver, igual nunca estás cuando más te necesitamos».

sábado, 5 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (2)


Cuando estaba a punto de retirarme, me enteré por Juan Cueva, gran amigo, librero y editor, que en la plaza San Francisco de Barranco se encontraba la feria itinerante de libros viejos «Carlos Prince», que reunía a un grupo selecto de libreros quienes continuaban con su labor. Le agradecí por el dato y por la amenísima charla que, aunque breve, me hizo revivir aquellos maravillosos días de finales de los noventas. En Barranco, me complació reencontrarme con algunos amigos que hacía una década me habían ayudado a sumergirme en verdaderas cacerías de tesoros librescos como los Escritos políticos de Marcos Zepita, Acteón enamorado, de Carlos Olaya, en su primera edición facsimilar; las colecciones completas de Mirador y Cuaderno de navegación; y algunos relatos y memorias extraviados de Alberto Guillén. Tampoco pude conversar con ellos como deseaba, pero el poco tiempo que compartimos fue suficiente para ponerme al día. Muchas cosas cambiaron en estos ocho años. Los expertos hablaban del milagro peruano, de la ejemplar disciplina fiscal que llevó a sostener un crecimiento económico envidiado por nuestros vecinos y por las golpeadas economías europeas. Como nunca antes, eran más los que regresaban que los que se iban para nunca volver. Desde España, Argentina, Chile, Japón y los Estados Unidos, comenzaba la repatriación voluntaria de los miles de compatriotas que en los 80 y 90 se marcharon por causa de la crisis económica y la violencia demencial de Sendero Luminoso. El centro de Lima lucía más ordenado y limpio que en mis años de estudiante, pero lo que ganó en ornato lo perdió en encanto. La decadencia, el desorden, la miseria y el achoramiento, de tan cotidianos, se hacen entrañables. De vez en cuando, me gustaba participar de los espontáneos debates entre apristas, comunistas, anarquistas y demás curiosos que se reunían en la Plaza Francia. Era muy divertido provocarlos y oír sus delirantes análisis de la coyuntura política, económica, social y cultural del país, y sus ambiciosos planes para transformar la nación. La vieja placita está flanqueada por la Iglesia de La Recoleta y a su izquierda el antiguo «Hospicio para Mujeres Vergonzantes», un albergue que recreaba el ambiente de las casas de señoras de la alta sociedad limeña que empobrecieron a consecuencia de las guerras civiles y la guerra con Chile. A partir de las 6 de la tarde, iban llegando los impacientes polemistas, algunos provistos de revistas, libros viejos sobre política, economía y sociedad —recuerdo que allí conseguí el fascinante ensayo Neoliberalismo y Aprismo, de Luis Felipe de las Casas Grieve, prologado por Luis Alva Castro, el cual me sirvió para sustentar la tesis de que para la ideología aprista no había nada más antitético que el neoliberalismo; lástima que Grieve de las Casas no fuera secundado por nuevos cuadros en un partido que, para ese momento, aún dependía de la oratoria y el buen olfato político de su líder— y breves apuntes y monografías escritas a computadora por ellos mismos, cuidadosamente empastadas, engrapadas y fotocopiadas, al precio de un sol. Pero cuando estuve allí poco antes de venir a Barranco, me topé con una plaza remozada, impecable, sin una mácula de basura, con jardines florecientes, senderos nítidamente señalizados, bancas en perfecto estado y con el viejo hospicio que había sido restaurado. Sin mendigos ni vagos recostados sobre las bancas ni ambulantes y sin el bullicio de los analistas del pueblo, la plaza Francia lucía tan acicalada que no daba ganas ni de arrojar una colilla de cigarro al piso. Parece ser cierto eso de que la gente se comporta de acuerdo al lugar.

Yo también había cambiado. Fue desde que decidí tomar distancia de todo lo que día a día me iba convirtiendo en un resignado, diligente, puntual y bien remunerado profesor universitario. De ser un modesto egresado de Sociología de una universidad pública y luego improvisado profesor secundario y de academias preuniversitarias, pasé a engrosar las filas de una emergente clase media revitalizada por la política económica liberal que enmendó el desastre de los ochentas y que, por lo que observábamos desde el exterior, estaba siendo exitosa. Las generosas recomendaciones de un antiguo compañero de la universidad me llevaron por un camino nunca antes imaginado. Llegar a ser profesor universitario era un logro envidiable sobre todo si se trataba de una universidad privada de prestigio, de aquellas que ofrecían un buen salario como para reemplazar la combi, el micro o el Metropolitano por un auto propio, o pensar en independizarse de la familia rentando un apartamento. De este modo, recompuse algunos asuntos que hacía tiempo me agobiaban. En los primeros meses, logré saldar las deudas en las que estaba sumergida mi familia por culpa de los entuertos financieros de mi padre, disminuido anímicamente por el cáncer y la depresión post jubilación. Pese a la suculenta liquidación que recibió, los años venideros fueron los peores que recuerdo, porque esa pequeña fortuna se esfumó y con ella un modo de vida que equivocadamente creíamos inalterable.

«Si quieren que me vaya, tendrán que darme el billete que merezco y no las migajas por las cuales ahora todos se regalan». La mayoría de sus compañeros de generación aceptaron de inmediato los incentivos que les ofrecían. «Los del sindicato aseguran que mientras más difícil se las hagamos, más plata nos van a ofrecer para irnos. La cosa es resistir lo máximo que se pueda y si hay un buen billete, ahí nomás, al toque, para qué hacerse rogar. Dile a tu padre que no sea cojudo. Su testarudez la va a pagar caro y lo peor es que no solo él sino ustedes también, muchacho. Ya me cansé de decirle que atraque de una vez, que ya estamos viejos y que nada más tenemos que hacer en esta fábrica. Mis hijos ya están grandes como tú, pronto se van a recibir. Cumplí con darles lo que me correspondía. Ahora solo quiero disfrutar con mi mujer y tal vez poner un negocio. No sé. Habla con Antonio. A ti te escucha, muchacho, te considera, habla mucho de ti».

«Habla mucho de mí», decía el viejo Frank Caveneccia, el mejor amigo de mi padre, con quien entraron a trabajar a la cervecería allá por los sesentas. Hablaría de mí, pero conmigo no hablaba mucho. Prefería organizar las sesiones del sindicato y conminar a los trabajadores a que suspendan sus labores hasta que no se resolviera al 100% el pliego de reclamos, cuyo cumplimiento por justicia les correspondía, antes que oír las quejas de los hermanos y de los profesores acerca de mi bajo rendimiento y mi pertinaz impuntualidad. Para ello estaba mi madre. Porque para él era más importante presidir las comisiones que negociarían un aumento de sueldos con la alta gerencia antes que presenciar las actuaciones o animar junto con otros padres a la selección del colegio cuando defendíamos sus colores en alguna competencia. No importaba qué día fuera, siempre tenía algo qué hacer. «Ve tú, mujer, a ti te quiere más este chajuallo. Hoy tengo una reunión con el sindicato. Confían en mí para que todo salga bien. En cuanto termine, paso por ustedes. De seguro no me demoro. De verdad. Dile de mi parte que le rompa los huevos a los del San Pepe. Así dile, de mi parte».

martes, 1 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (1)

(anterior)



LA PRIMERA NOVELA que leí de Fernando Alencastre fue San Miguel al amanecer. La hallé refundida en uno de los stands menos frecuentados de la Feria del Libro Viejo «Carlos Prince» durante una breve estadía en Lima, horas antes de continuar nuestro viaje con destino a C*. Florencia esperaba a nuestro primer hijo y, tal como lo acordamos, nacería en la tierra de sus padres. Se sentía mucho más segura con su familia cerca. Le di toda la razón. Aprovechamos el receso del verano en la universidad y la generosa invitación de mis suegros para hospedarnos todo el tiempo que fuera necesario. Ambos disfrutábamos de una extensa licencia laboral, de modo que, por ese lado, no existía apremio alguno y, ya que iba a disponer de mucho tiempo, decidí leer cuanto libro cayera en mis manos sin otro criterio que no fuera la espontánea atracción del momento. Así que aproveché la escala en Lima para comprar libros y también películas en los lugares que recordaba, como si fuera ayer, se vendían copias muy baratas y de buena calidad. Fueron tres días navegando entre almuerzos, meriendas y cenas, haciendo malabares para cumplir con las visitas y complacer las invitaciones de familiares y amigos a quienes no podíamos defraudar. Y es que Florencia, no obstante lo avanzado de su embarazo, conservaba una increíble reserva de energía para cumplir con casi toda nuestra mini agenda limeña. Ella era la más interesada en que viéramos a mis parientes —idea que no me entusiasmaba en absoluto— «para que supieran lo magnífico que nos iba y que al fin nos habíamos decidido a ser padres». Habría cambiado todo ese trajín solo por ver a mi madre, a Sergio y a las gemelas, pero en ese instante no era posible. Mamá estaba en San Francisco con Fiorella, ultimando los detalles de su matrimonio; Carolina por darles el alcance en un par de días; y Sergio de buscavidas en algún lugar de Centroamérica. Mamá llegaría a C* en un par de semanas, lo cual me reconfortaba. «No me perdería la llegada de mi primera nieta por nada del mundo», decía.

Desde niño siempre me aburría soberanamente en las fiestas y reuniones que mis padres organizaban en casa. Detestaba participar de los ridículos juegos improvisados por mis primos o, peor aún, temblaba de rabia cuando por complacer a mi madre, me obligaban a exhibir mis habilidades con el órgano electrónico o a declamar algún poema para la ocasión. En la adolescencia recrudeció esta aversión a las reuniones familiares, salvo por las ventajas que ofrece ser un poco mayor, como beber o fumar junto a los adultos sin que mis padres me amonestaran por ello. En la adultez, me vi obligado a ser más concesivo para no lucir como un aguafiestas. A medida que uno envejece ciertos compromisos sociales son ineludibles. En la universidad todavía es manejable el evadir una que otra reunión familiar. En mi caso, los amigos suplantaron con eficiencia mi fragmentada vida familiar durante ese periodo. Pasar el tiempo con ellos era liberador, gratificante, placentero. Pero el trabajo y después el matrimonio terminan por envolvernos dentro de una enorme red de compromisos que, a riesgo del desempleo o la soledad planificada, muy pocos pueden eludir. Echarle a perder la velada a mis tíos, que tan generosamente me recibieron cuando viví con ellos, no estaba en mis planes y tampoco defraudar a mis suegros, a quienes les guardo una inmensa gratitud. Florencia sabía muy bien de mi visceral intolerancia a las reuniones familiares, pero ella jamás acepta un no como respuesta y me conoce tanto que doy mi brazo a torcer solo por la manera en que lo pide. Lo hace como si realmente supiera que aceptaré sin dudas ni murmuraciones. Sabía que permanecer más de lo debido en esas tediosas y anodinas charlas me provocaba una sensación comparable a comer un plato caro, desagradable y mal servido. Por ello, con sus frases y maneras de señorita bien, logró que nos sacásemos de encima en tiempo récord a las hablantinas más célebres de mi familia. «Qué más quieres, solo así podremos cumplir tu recargada agenda», le susurraba mientras la tomaba del brazo saliendo raudamente para abordar el primer taxi que pasara por allí.


Pero también me las ingenié, a pesar de lo ajustado del tiempo, para caminar por aquellos lugares que habían ocupado buena parte de mi primera juventud cuando era estudiante y profesor universitario. Horas antes de que partiera nuestro vuelo a C*, me di una escapada por el centro. Pasé por Quilca, Camaná, La Colmena y los alrededores de la Plaza Francia. Luego enrumbé a Amazonas, ese lugar que tantas veces albergó mi calculada soledad de estudiante universitario. Con visible alegría constaté que varios libreros que solían ayudarme en mis pesquisas aún permanecían en sus locales. Aquí venía cada semana, mañanas y tardes enteras, sin dinero suficiente, pero igual me llevaba algo porque siempre había algo que comprar al alcance de mi bolsillo. Mi magro presupuesto nunca impidió mis incursiones por estos andurriales, y tampoco las graves advertencias de mis tíos y demás conocidos a quienes relataba con suma e ingenua emoción mis paseos por Lima la horrible. No me disuadían de mi rutina porque prefería mil veces estar allí que en casa...
 
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