jueves, 15 de noviembre de 2012

IV. ESA RUBIA DEBILIDAD (3)


—No quisiera irme sin antes agradecerte por tus atenciones y tu tiempo. Seguramente tenías cosas que hacer y te interrumpimos. Quería decirte esto ahora porque mañana no tendremos mucho tiempo. María tiene que visitar a sus tías y yo tengo que acomodar mis cosas.
—Está bien. Para mí fue un placer, de verdad. Una pena que ya tengan que viajar. Yo voy casi seguido a Lima, en cuanto llegue te llamo y salimos con María por ahí.
Ella solo atinó a sonreír, adelantando su opinión sin decirla. Seguro la próxima vez no sería igual, nada sería igual. Cada momento era una historia diferente y en el apego a algo o a alguien se originaba el dolor de una pérdida futura. Mejor no aferrarse a nada y vivir intensamente el momento. Esa era su filosofía.
—Hace frío. ¿Me prestas tu casaca?
—Claro. Toma, póntela.
Antes que me quite la casaca, se acercó y tomándome de la solapa, me besó.  Fue un beso prolongado, la consumación de un deseo que a medida que pasaban los días se hacía incontenible. María salió a ver por qué demorábamos, pero al observarnos prefirió regresar a la sala para no interrumpir. Quienes no regresaron a la reunión fuimos nosotros. Nos marchamos de la casa sin despedirnos de nadie. Caminamos desde la casa Iglesia de La Recoleta hasta la Plaza de Yanahuara compartiendo los cigarrillos y nuestras últimas horas juntos. Paseamos por el  Mirador, luego cruzamos el puente Grau con dirección al centro. Bebimos unas cuantas cervezas en «La Ventanita» en Santa Catalina y terminamos conversando y riendo en las gradas del frontis de la Catedral. Casi al amanecer, abordamos un taxi rumbo a la casa de la tía de María, donde estaban hospedadas. Prefirió bajarse un poco antes y llegar sola. Eso no cambiaba mucho las cosas. Todos en la fiesta sacaron sus propias conclusiones y un paseo nocturno por la ciudad no estaba precisamente entre sus conjeturas, sino más bien, una discreta habitación en un cuarto de hotel. Al día siguiente,  todo volvió a la normalidad;  nos despedimos en el terminal sin gestos ni indicios de tristeza, dispuestos a seguir nuestras vidas como hacía una semana antes. Fue por una infidencia de María que me enteré que ella había llorado durante una buena parte del viaje de regreso a Lima, lo cual no me provocó mayor inquietud. Tal vez creyó que me había enamorado. Nuestros encuentros posteriores —uno cada dos o tres años— fueron agradables pero nunca evocamos aquella semana en Arequipa en la que ella demostró el deseo de vivir una fantasía que anteriormente siempre se negó a sentir.
Diez años después, nos volvimos a encontrar. Sucedió a las pocas semanas de mudarme de Pueblo Libre a Surco. Una tarde en que por fin me animé a correr, la vi en bicicleta esperando el cambio del semáforo. Apreté el paso para darle alcance antes que  cambiara la señal. Lucía igual de espléndida que la última vez, solo que a su exuberante cabellera aleonada, contenida bajo las ataduras de un severo colette, añadía un discreto bronceado como placentera secuela del verano que se iba. Trabajaba como jefa de imagen institucional de un lujoso hotel ubicado en el corazón de San Isidro, muy cercano al centro financiero. Terminadas las preguntas de rigor y la emoción del reencuentro, acordamos vernos nuevamente. No habría pretexto que valga porque vivíamos a un par de cuadras de distancia. A partir de ese momento, salíamos a menudo. En cada salida, intentábamos impresionarnos mediante mutuas y sorpresivas invitaciones a los lugares de moda, oficiales, no oficiales y subterráneos. El tiempo que compartimos fuera de nuestros trabajos lo pasábamos en cafés, restaurantes, bares y karaokes, la gran mayoría, desconocidos para mí y que, de no ser por ella, jamás me hubiera enterado que existían. Sus recomendaciones solían ser de gusto más refinado, las mías, en cambio, pantagruélicas hasta el empacho, pero deliciosas. Si me antojaba de pastas, el point sugerido era el «Mavery» de San Isidro. Si de cafés se trataba, ahí estaba el «Arabica» en Miraflores. (Ella es la responsable de mi actual adicción al café, a los dulces y a los helados, que nunca antes habían llamado mi atención).
—Pero nunca, nunca me lleves al «Starbucks» —me advirtió una vez—. Ese café no vale ni el descartable en el que viene. Un buen conocedor sabe que el café, así como el ceviche, no se ofrece en abundancia, a riesgo de sacrificar el sabor. ¡Qué barbaridad es esa de tomar un americano en envase de medio litro! ¡Y a precio de Nueva York!
Le propuse visitar los mejores «huariques» de Lima y casi, al final, lo habíamos logrado. Estoy seguro que si hubiéramos llevado un riguroso registro de nuestras incursiones, competiríamos de igual a igual con la guía gastronómica de Gastón. Qué tremendos banquetes nos dábamos a media semana con los sánguches de «El Arca» o, si nos antojábamos de parrilladas, pegábamos el salto al frente en el Shanghay de la avenida Sucre en Pueblo Libre. Cierta vez que nos quedamos «de boleto», y seguro de que la impresionaría, la llevé al mercado de Sáenz Peña en el Callao para desayunar café y pan con chicharrón en un puesto que unos chinos abrían desde las seis de la mañana. Vaya si se sorprendió tanto por el sabor como por la espontánea seguridad que se ofrecía escoltarnos por el módico precio de un sol apenas salíamos del mercado. Pero la escapada que recuerdo con mayor cariño y nostalgia es la que significó el inicio de nuestra relación. La noche anterior la pasamos en su apartamento bebiendo y cantando. Despertamos, como al mediodía, fatigados, adormecidos, sedientos y hambrientos como náufragos en ayunas. El cielo anunciaba una soleada tarde de domingo veraniego. Se imponía rematar la faena con mariscos y cerveza helada. No me tomó mucho tiempo convencerla. Diana no era de las que se hace rogar. En cuanto estuvo lista, tomamos el auto y enrumbamos por la Costa Verde directo hasta La Punta. En el Malecón Pardo se sabe que están los mejores restaurantes de la zona, pero de lejos el «Manolo» se llevaba el premio mayor al sabor y la creatividad con su ceviche de mango. Pero antes cruzamos La Perla, y en un pequeño snack de la avenida Buenos Aires probamos unos deliciosos postres de casa recomendados por el dueño del «Manolo». Luego pasamos por Chucuito, barrio que alguna vez albergó a los primeros inmigrantes italianos llegados al Perú; y de ahí llegamos al Yacht Club de La Marina, donde cerramos la jornada contemplando la puesta del sol y bebiendo un par de pisco sours. Tarde maravillosa esa de La Punta. Al final de la jornada, quedó fascinada y creo que en ese momento verdaderamente se enamoró de mí por primera vez debido la minuciosa atención que le puse a cada uno de los detalles de nuestro paseo. De no haber sido así, aquella escapada no habría significado más que la secuela de una noche de copas entre un hombre y una mujer a quienes unía una vieja amistad y que con mucha madurez y soltura volverían a verse las caras días después cual si no pasara nada, sin reproches ni exigencias. Pero, nuestro camino fue otro y, a partir de esa tarde, iniciamos un romance que diez años antes hubiera deseado con toda el alma.

Lince, Jesús María, Pueblo Libre, San Isidro, Barranco y Miraflores los recorrimos de punta a cabo y de cabo a rabo. Nos hicimos caseritos del Cantarana y su subsidiaria del mercadito de Surco viejo, el Cantaranita, cuya especialidad era el ceviche palteado, además de repararnos la «cruda» de la noche anterior. Había que ir poco antes del mediodía o tener mucha paciencia para esperar por una mesa, ya que todos los noctámbulos de Barranco, Surco, Miraflores y alrededores concurrían ahí con la misma intención, sin importar que fuera verano o invierno. A la Posada del Ángel, en Pedro de Osma, íbamos para escuchar a los anónimos troveros de moda que interpretaban canciones de Jorge Drexler, Kevin Johansen, Sabina, Filio, Silvio y Pablo, entre otros. Después de recogerla del hotel, le rogaba porque fuéramos a la avenida Dos de Mayo en Miraflores por los anticuchos de doña Grimanesa, y en ocasiones especiales, al «Javier» de abajo el Puente de los Suspiros, donde se disfruta de una maravillosa vista al mar. Aparte, cada mes planificábamos una cena en los distintos ambientes del restaurant Patagonia, su preferido entre todos los que visitamos. La cosa cambiaba cuando íbamos al centro. Allí no le quedaba otra que rendirse ante mis sugerencias y dejarse guiar como Dante por Virgilio descendiendo a los infiernos. Nuestra ruta metropolitana empezaba en la Rockola, el Queirolo, el D´grot o el bar del hotel Bolívar para calentar motores. Después, bastante más sazonados, pasábamos al Directorio o al Etnias y rematábamos la noche en el Yacana del jirón de la Unión. En fin, los linderos de la Plaza San Martín fueron nuestro teatro de operaciones nocturnas. Antes de nuestro reencuentro, Diana no gustaba mucho de estos sitios, pero conmigo los vivió de diferente manera. De mi parte, no me cansaba de repetirle que verdaderamente recién había conocido Lima gracias a ella.
Fueron ocho meses sensacionales e intensos, en los que me sentí plenamente feliz y disipado de toda preocupación. Incluso el trajín de la universidad que ya venía fastidiándome tiempo atrás, fue más llevadero durante el tiempo que vivimos juntos. A las pocas semanas de estar saliendo y luego de pasar algunas noches en su departamento y ella otras en el mío, nos dimos cuenta que había que formalizar nuestra relación al menos en lo concerniente a la convivencia material. Sin embargo, cercano a los treinta, mi escepticismo sentimental crecía en progresión geométrica, lo cual provocó verdaderos estragos en quienes tuvieron la mala fortuna de involucrarse conmigo durante mi «edad de piedra», como suele llamarla Florencia con cierta ironía y no menos desdén. Florencia sabe que su calculada indiferencia es el secreto de mi fidelidad hacia ella, la razón por la cual mi espíritu conquistador deviene en orfandad si ella no está aquí a mi lado. Ese escepticismo fue la causa de mi fracaso con Diana.



Nunca le oculté mi deseo de salir del Perú. Me escuchaba con cierta atención, pero de inmediato buscaba alguna actividad para disimular su molestia, tristeza o la combinación de ambos sentimientos. Si proponérmelo, el tema salía a relucir en las reuniones de amigos o cuando nos enterábamos que alguien se iba a estudiar al extranjero.
—Me enteré que Coco Salazar se va a estudiar a Nueva York. Hizo sus papeles y le dieron la beca en Yale para estudiar el doctorado en ciencias políticas. Lucy va a aplicar para otra beca en la misma ciudad y lo alcanzará de todas maneras en unos meses. Deberíamos marcharnos del Perú, ¿no  crees? Todo el mundo se va. No es difícil. Y no te digo de irnos a la aventura, sino con un plan. Estamos en nuestro mejor momento. Total ¿nada nos detiene, no? No tenemos hijos, estamos juntos, la vida nos sonríe.
—En todo caso es tu plan, no el mío. Y no sé qué tanto estoy incluida en tu proyecto. Y ya que lo mencionas, me gustaría saberlo para no seguir así porque, francamente, no lo soporto. Parece que no dejas pasar la ocasión para restregarme en la cara que no aguantas un día más en el Perú y que te quieres largar, pero que no puedes porque temes lastimarme. ¿Sabes? Ya me cansé de que me veas como la estúpida que no tiene proyectos ni planes y que solo vive el día a día. No te lo permito, entiendes, no te lo permito.
—Diana, hagámoslo ahora que tenemos la oportunidad. Aquí ya lo probamos todo, no habrá mayor sorpresa en adelante para nosotros. Todos los días son iguales. Ya sabemos de antemano lo que sucederá. No quiero envejecer dictando clases ni corrigiendo estos malditos exámenes ni trabajando en tres o cuatro universidades para tener una vida decente. Y no te hablo de dinero, sino de satisfacción personal. Eres hábil e inteligente. Donde vayas caerás bien parada. Inténtalo y verás que no es tan difícil como parece. El idioma no será problema, allá puedes ver algo relacionado a tu rama.
—No es una buena idea, Gabriel, para nada. Yo tengo aquí a mi familia, un trabajo estable y a mis amigos, a los que detestas, sí y no me hagas gestos de condescendencia, porque es verdad, los detestas, piensas que no están a tu altura intelectual, que son poca cosa para ti porque no han leído todo lo que el señor Del Valle leyó y porque no pueden sostener una conversación contigo. ¿Es cierto, no? Solo me acompañas para complacerme, para que no me moleste, para llevar la fiesta en paz, pero no disfrutas ni un segundo los momentos que comparto con la gente que me llena la vida y que para ti es ridícula.
—Lo que piense de ellos no tiene nada que ver contigo ni con nuestra relación. Te estoy proponiendo que hagamos un plan juntos y que me apoyes en esta idea que nos beneficiará a los dos.
—Sí tiene mucho que ver, porque no te gusta mi estilo de vida, no te gusta lo que soy ni lo que hago, no te interesa un pepino quién soy ni lo que pienso acerca de mi futuro. Solo estás preocupado en pasarla bien tú, divertirte tú, ser tú y tú para todo. ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo? Soy la figurita decorativa en tu álbum de fotos, la-chica-que-te-hace-feliz a costa de no saber qué pasara mañana con ella, si te marcharás o si cambiarás de planes. No soy suficiente para ti, soy poca cosa para ti. Por eso serías capaz de irte y mandar todo al diablo, porque no te importa, no te afecta, no pierdes nada. Nada de lo que yo diga o haga te hará cambiar de opinión, pero, eso sí, no voy a soportar una queja más tuya sobre lo dramática que es tu vida. ¿Sabes cuánta gente quisiera estar en tu lugar y en el mío? ¿En qué cabeza es posible que alguien quiera abandonar a la mujer que dice amar, un buen empleo y a su familia para largarse a estudiar al extranjero?
—Nadie va a abandonar a nadie. Soy feliz contigo, pero quiero que nos vayamos juntos. No hay que elegir entre una u otra cosa. No estoy diciéndote que me voy sin más ni más, quiero hacerlo contigo. ¿Es tan difícil de entenderlo? Esta ciudad y este país no tienen más que ofrecernos. Nos merecemos algo mejor, mucho mejor, o si quieres verlo de otra manera, algo diferente, nuevo, interesante, desafiante. Lima, la verdad, me está matando de a pocos. La fe que había perdido en esta ciudad la recuperé al volverte a ver; gracias a ti es que para mí Lima no termina engulléndome. Pero no quiero que esto se convierta en una carrera de resistencia. Quiero estar lejos, lejos de todo, empezar de nuevo, solo contigo.
—Son tus planes, Gabriel, date cuenta, por Dios, son tus planes, no los míos. Yo soy feliz aquí, con mis estúpidos amigos, con esta ciudad violenta de gente maleducada, de secuestros al paso y balas perdidas, y de cielo gris e invierno húmedo, ese que te da alergia pero que yo adoro desde niña. Yo no pienso en una vida académica ni de  reconocimientos ni de estadías temporales en un sitio u otro. Yo quiero una vida segura aquí y ahora, Gabriel. Y la compartiré con el hombre que piense igual que yo. Tú eres capaz de dejar todo de un día para otro. No tienes bandera, así como llegas, te vas, no te aferras a nada. No eres el chico que conocí la primera vez, sencillo, simple, natural. Ahora eres una máquina obsesionada por ganar una patente de reconocimiento que tal vez nunca llegará.
—Diana, piensa. ¿Crees que no vale la pena esforzarnos por permanecer juntos? Por Dios, Diana, ¿qué te ocurre? La oportunidad la tenemos allí.  Solo debemos tomarla.
—Tal vez este sea el momento en que debas preguntártelo nuevamente. Si vale la pena estar juntos. Si es que no soy un estorbo en tu vida. Lo siento, pero soy así. Soy simple, básica, común, corriente. Nada espectacular. Pero me gusta lo que hago y cómo soy. No cambiaría nada de lo que tengo por irme a otro país a comenzar de nuevo solo porque mi novio quiere convertirse en una celebridad o porque se cree un intelectual incomprendido.
—Diana. Volveré a preguntártelo. ¿Estás conmigo en este proyecto?
—Basta. No quiero hablar más del tema. No soy para ti, Gabriel. Quiero que te vayas. ¿Me oyes? ¿No escuchaste lo que dije? No me iré de aquí. Solo te quieres a ti mismo, amas tus obsesiones. Quieres cobrarte una revancha contra la vida. A mí no me vas a arrastrar en tus traumas. No voy a echar por la borda lo que tengo por tu estúpido egoísmo.
—Si esto es lo que quieres, trabajar todo el día, anochecer para amanecer sin mayor cambio, salir con tus amigos, beber, juerguear, salir y nada más… conversar con esa partida de escritores fracasados a quien nadie leerá, está bien. Si eso es lo que quieres, quédate con tu vida. Me equivoqué en creer que podría construir algo contigo. Quédate con tus amigos.
—Vete, por favor, vete, solo vete.
Recogí mis cosas un sábado por la tarde a inicios de diciembre. El año terminaba y con él mi relación con Diana. Su prima Kathie me abrió la puerta del departamento. Diana se había dado el tiempo para separar absolutamente todas mis pertenencias, hasta las más prescindibles. Con lo que vine, me fui. No la llamé ni le escribí ni pregunté por ella. Corté vínculos con los amigos comunes y frecuenté lugares distintos a los que íbamos para no toparnos ni de casualidad. Así fue como liquidamos nuestra relación. Bastó una discusión de un cuarto de hora para demoler un sentimiento que estaba sostenido sobre una fe ciega e ingenua.

***

Antes de pasar a la sala de embarque, fingí ir al baño, pero en realidad llamé a Diana. María me consiguió su número de móvil y me lo pasó por email. Inventé mil y un pretextos para no verla y contarnos nuestras vidas. Marqué y a la primera timbrada me contestó, oí su voz y la de una criancinha que chillaba ensordecedoramente. «¿Aló, ¿Bueno? ¿Aló? No sé, no sé quién es. No contesta, ya niña deja eso, ¿aló?». Colgué de inmediato y volví con Florencia. Las mujeres no requieren de evidencias para comprobar sus arrojadas hipótesis. Simplemente las lanzan y punto. Luego de tomar asiento y mientras me abrochaba el cinturón de seguridad me preguntó «qué había sido de tu noviecita limeña, esa que no se atrevió a seguirte al Brasil. ¿Sabés algo de ella?». «No, para nada», respondí. Reclinó su asiento, cogió una revista y mientras la hojeaba sin mirarme sentenció: «apuesto que se casó y ya es mamá. Ni tonta que fuera para esperarte». Ignoré su comentario. Giré hacia la ventana y observé cómo la ciudad desaparecía detrás del techo de nubes que aún la cubría inicios de diciembre. Cogí el libro y comencé a leerlo durante las tres horas y media de vuelo a Córdoba.
 
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