Nos conocíamos desde la adolescencia, cuando regularmente yo viajaba a Lima durante el verano. Por aquel entonces, pasaba mis vacaciones entre San Isidro, Pueblo Libre y Lince. En uno de aquellos viajes ocasionales, mi primo Sandro nos presentó en su fiesta de cumpleaños cuando mis tíos Claudia y Alberto aún vivían en el barrio de Santa Cruz. Sandro estudiaba en el colegio Belén con Diana y María. Casi todos los fines de semana, había una fiesta a la que asistíamos los cuatro en plan de enamorados. (Hasta cuando la vi por última vez, Diana conservaba esa aleonada cabellera dorada de pronunciadas ondas que, siendo su mayor encanto, siempre se empecinó en lacear y oscurecer). Pero acabó el verano y con el tiempo, el recuerdo de nuestro breve romance se fue diluyendo. Seis años más tarde, mucha agua había corrido bajo el puente: Diana ya no era amiga de Sandro y él y María ya no eran más novios; solo María y yo mantuvimos contacto regularmente, ya que, cada vez que yo volvía a Lima, me daba un tiempo para charlar y recordar los años mozos de la adolescencia. En uno de esos reencuentros, me comentó que después de terminar el colegio, Diana se había mudado a Surco, y que desde entonces se veían muy de vez en cuando. También me sorprendió con la noticia que viajaría a Arequipa por Semana Santa, por lo cual me comprometía como su anfitrión, ya que era la primera vez que visitaba la ciudad. Mayor fue la sorpresa cuando cumplió su palabra presentándose en mi casa junto con Diana. Fue una semana de salidas diarias en las que reconstruimos recuerdos a base de charlas que parecían interminables, mientras los demás bebían y bailaban. Poco a poco, cedimos ante el deseo y comprendimos que el presente tenía más sentido para nosotros que aquel pasado inconcluso que no recordábamos tan bien.
En la previa a su partida, visitamos el Molino de Sabandía. No la conocía lo suficiente como para saber lo que era capaz de hacer. En son de broma, la desafié a que ingresara a la gruta atravesando la caída de agua que alimentaba el molino. Y ante la absorta mirada de los visitantes y demás curiosos que se acercaban a verla, Diana no solo cruzó sino que se colocó bajo la pequeña catarata extendiendo sus brazos al cielo y dejándose mojar de cuerpo entero. Yo estaba totalmente azorado por su intrepidez y temeroso de que nos echen del lugar. Un par de turistas franceses no cesaban de tomarle fotos y los caballeros que pasaban por ahí se detenían a contemplarla pese a los rabiosos reclamos de sus parejas. Y no les faltaba motivo. En el fondo ellas se morían por estar allí, pero no tenían las agallas suficientes ni el desparpajo de Diana para atreverse. Verla allí tan natural, libre, sencilla e impasible frente a quienes la observaban, soltando su rebosante cabellera dorada como si solo existieran ella y la cascada, era todo un suceso; sobre todo cuando tomó su cabello con las dos manos recostándolo sobre su hombro izquierdo para escurrir el agua, mientras que la humedad de su falda gitana exponía más de lo que debíamos ver, lo que a ella la tenía sin cuidado. Tal vez porque sentía frío, me tendió la mano para que la ayude salir. «Ande, hombre, ayúdela, qué espera» —me exigía una señora. Me acerqué cuidadosamente por el contorno de la cascada hasta aproximarme lo más posible. No sé cómo el torrente no la había derribado, pues venía con mucha fuerza. Cuando al fin logré alcanzarle mi mano, me lanzó por unos segundos una traviesa mirada que solo pude descifrar una vez que caímos tendidos al interior de la gruta. En ese instante, me vino a la mente la escena de La dolce vita en que Anita Ekberg se baña en la Fontana di Trevi invitando a Marcelo Mastroianni a hacer lo mismo. Salvando las distancias entre esa monumental fuente de aguas y la rústica cascada que teníamos en frente —y entre los protagonistas y nosotros— había cierta semejanza. Solo nos faltó el gato, a mí el terno y los zapatos, y a ella un abrigo blanco y vestido de noche. En su lugar ella llevaba un top de color verde olivo y una larga falda gitana. Pero lo más gracioso fue que inspiramos a otras parejas a atravesar la cascada. Y la hubiéramos ocupado toda de no ser porque el guardia del recinto nos conminó a salir de la gruta cuanto antes. Estábamos totalmente empapados. En cuanto nos sentamos en la ribera del arroyo que cruza el molino, Diana no tuvo mejor idea que quitarse la falda, primero, y luego el top. Yo, que no tenía mucho que perder, tuve que entregarle mi remera que estaba un poco más seca, al mismo tiempo que la cubría sosteniendo su falda —tan amplia como una cortina de habitación matrimonial— y ella colgaba su brassiere en las ramas de un modesto árbol que nos servía de refugio. En tanto aguardábamos que secara nuestra ropa, nos tendimos, de cara al sol, descalzos, semidesnudos y deseando intensamente que el día no terminase jamás.
Por la noche, celebramos la despedida en la casa de Rafo Nicoli. Poco más allá de la medianoche, Diana dijo no sentirse bien y me pidió que la acompañara a la terraza a tomar un poco de aire. Durante esos días, se había mostrado como una mujer, si bien muy segura de sí misma, bastante vulnerable cuando la ignoraban, y de ello me di cuenta cuando al principio intencionalmente no le prestaba mayor atención. Pero había algo más oculto en su interior, una dimensión desconocida que pocos podían ver, o mejor dicho, que ella no permitía que vieran y de la cual percibí algunos trazos.
En la previa a su partida, visitamos el Molino de Sabandía. No la conocía lo suficiente como para saber lo que era capaz de hacer. En son de broma, la desafié a que ingresara a la gruta atravesando la caída de agua que alimentaba el molino. Y ante la absorta mirada de los visitantes y demás curiosos que se acercaban a verla, Diana no solo cruzó sino que se colocó bajo la pequeña catarata extendiendo sus brazos al cielo y dejándose mojar de cuerpo entero. Yo estaba totalmente azorado por su intrepidez y temeroso de que nos echen del lugar. Un par de turistas franceses no cesaban de tomarle fotos y los caballeros que pasaban por ahí se detenían a contemplarla pese a los rabiosos reclamos de sus parejas. Y no les faltaba motivo. En el fondo ellas se morían por estar allí, pero no tenían las agallas suficientes ni el desparpajo de Diana para atreverse. Verla allí tan natural, libre, sencilla e impasible frente a quienes la observaban, soltando su rebosante cabellera dorada como si solo existieran ella y la cascada, era todo un suceso; sobre todo cuando tomó su cabello con las dos manos recostándolo sobre su hombro izquierdo para escurrir el agua, mientras que la humedad de su falda gitana exponía más de lo que debíamos ver, lo que a ella la tenía sin cuidado. Tal vez porque sentía frío, me tendió la mano para que la ayude salir. «Ande, hombre, ayúdela, qué espera» —me exigía una señora. Me acerqué cuidadosamente por el contorno de la cascada hasta aproximarme lo más posible. No sé cómo el torrente no la había derribado, pues venía con mucha fuerza. Cuando al fin logré alcanzarle mi mano, me lanzó por unos segundos una traviesa mirada que solo pude descifrar una vez que caímos tendidos al interior de la gruta. En ese instante, me vino a la mente la escena de La dolce vita en que Anita Ekberg se baña en la Fontana di Trevi invitando a Marcelo Mastroianni a hacer lo mismo. Salvando las distancias entre esa monumental fuente de aguas y la rústica cascada que teníamos en frente —y entre los protagonistas y nosotros— había cierta semejanza. Solo nos faltó el gato, a mí el terno y los zapatos, y a ella un abrigo blanco y vestido de noche. En su lugar ella llevaba un top de color verde olivo y una larga falda gitana. Pero lo más gracioso fue que inspiramos a otras parejas a atravesar la cascada. Y la hubiéramos ocupado toda de no ser porque el guardia del recinto nos conminó a salir de la gruta cuanto antes. Estábamos totalmente empapados. En cuanto nos sentamos en la ribera del arroyo que cruza el molino, Diana no tuvo mejor idea que quitarse la falda, primero, y luego el top. Yo, que no tenía mucho que perder, tuve que entregarle mi remera que estaba un poco más seca, al mismo tiempo que la cubría sosteniendo su falda —tan amplia como una cortina de habitación matrimonial— y ella colgaba su brassiere en las ramas de un modesto árbol que nos servía de refugio. En tanto aguardábamos que secara nuestra ropa, nos tendimos, de cara al sol, descalzos, semidesnudos y deseando intensamente que el día no terminase jamás.
Por la noche, celebramos la despedida en la casa de Rafo Nicoli. Poco más allá de la medianoche, Diana dijo no sentirse bien y me pidió que la acompañara a la terraza a tomar un poco de aire. Durante esos días, se había mostrado como una mujer, si bien muy segura de sí misma, bastante vulnerable cuando la ignoraban, y de ello me di cuenta cuando al principio intencionalmente no le prestaba mayor atención. Pero había algo más oculto en su interior, una dimensión desconocida que pocos podían ver, o mejor dicho, que ella no permitía que vieran y de la cual percibí algunos trazos.
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