—No quisiera irme
sin antes agradecerte por tus atenciones y tu tiempo. Seguramente tenías cosas
que hacer y te interrumpimos. Quería decirte esto ahora porque mañana no
tendremos mucho tiempo. María tiene que visitar a sus tías y yo tengo que
acomodar mis cosas.
—Está bien. Para mí
fue un placer, de verdad. Una pena que ya tengan que viajar. Yo voy casi
seguido a Lima, en cuanto llegue te llamo y salimos con María por ahí.
Ella solo atinó a
sonreír, adelantando su opinión sin decirla. Seguro la próxima vez no sería
igual, nada sería igual. Cada momento era una historia diferente y en el apego
a algo o a alguien se originaba el dolor de una pérdida futura. Mejor no
aferrarse a nada y vivir intensamente el momento. Esa era su filosofía.
—Hace frío. ¿Me
prestas tu casaca?
—Claro. Toma,
póntela.
Antes que me quite
la casaca, se acercó y tomándome de la solapa, me besó. Fue un beso prolongado, la consumación de un
deseo que a medida que pasaban los días se hacía incontenible. María salió a
ver por qué demorábamos, pero al observarnos prefirió regresar a la sala para
no interrumpir. Quienes no regresaron a la reunión fuimos nosotros. Nos
marchamos de la casa sin despedirnos de nadie. Caminamos desde la casa Iglesia
de La Recoleta hasta la Plaza de Yanahuara compartiendo los cigarrillos y
nuestras últimas horas juntos. Paseamos por el
Mirador, luego cruzamos el puente Grau con dirección al centro. Bebimos
unas cuantas cervezas en «La Ventanita» en Santa Catalina y terminamos
conversando y riendo en las gradas del frontis de la Catedral. Casi al amanecer,
abordamos un taxi rumbo a la casa de la tía de María, donde estaban hospedadas.
Prefirió bajarse un poco antes y llegar sola. Eso no cambiaba mucho las cosas.
Todos en la fiesta sacaron sus propias conclusiones y un paseo nocturno por la
ciudad no estaba precisamente entre sus conjeturas, sino más bien, una discreta
habitación en un cuarto de hotel. Al día siguiente, todo volvió a la normalidad; nos despedimos en el terminal sin gestos ni
indicios de tristeza, dispuestos a seguir nuestras vidas como hacía una semana
antes. Fue por una infidencia de María que me enteré que ella había llorado
durante una buena parte del viaje de regreso a Lima, lo cual no me provocó
mayor inquietud. Tal vez creyó que me había enamorado. Nuestros encuentros
posteriores —uno cada dos o tres años— fueron agradables pero nunca evocamos
aquella semana en Arequipa en la que ella demostró el deseo de vivir una
fantasía que anteriormente siempre se negó a sentir.
Diez años después, nos volvimos a encontrar.
Sucedió a las pocas semanas de mudarme de Pueblo Libre a Surco. Una tarde en
que por fin me animé a correr, la vi en bicicleta esperando el cambio del
semáforo. Apreté el paso para darle alcance antes que cambiara la señal. Lucía igual de espléndida
que la última vez, solo que a su exuberante cabellera aleonada, contenida bajo
las ataduras de un severo colette,
añadía un discreto bronceado como placentera secuela del verano que se iba. Trabajaba
como jefa de imagen institucional de un lujoso hotel ubicado en el corazón de
San Isidro, muy cercano al centro financiero. Terminadas las preguntas de rigor
y la emoción del reencuentro, acordamos vernos nuevamente. No habría pretexto
que valga porque vivíamos a un par de cuadras de distancia. A partir de ese
momento, salíamos a menudo. En cada salida, intentábamos impresionarnos mediante
mutuas y sorpresivas invitaciones a los lugares de moda, oficiales, no
oficiales y subterráneos. El tiempo que compartimos fuera de nuestros trabajos lo
pasábamos en cafés, restaurantes, bares y karaokes, la gran mayoría,
desconocidos para mí y que, de no ser por ella, jamás me hubiera enterado que
existían. Sus recomendaciones solían ser de gusto más refinado, las mías, en
cambio, pantagruélicas hasta el empacho, pero deliciosas. Si me antojaba de
pastas, el point sugerido era el
«Mavery» de San Isidro. Si de cafés se trataba, ahí estaba el «Arabica» en
Miraflores. (Ella es la responsable de mi actual adicción al café, a los dulces
y a los helados, que nunca antes habían llamado mi atención).
—Pero nunca, nunca me lleves al «Starbucks» —me
advirtió una vez—. Ese café no vale ni el descartable en el que viene. Un buen
conocedor sabe que el café, así como el ceviche, no se ofrece en abundancia, a
riesgo de sacrificar el sabor. ¡Qué barbaridad es esa de tomar un americano en
envase de medio litro! ¡Y a precio de Nueva York!
Le propuse visitar los mejores «huariques» de Lima
y casi, al final, lo habíamos logrado. Estoy seguro que si hubiéramos llevado
un riguroso registro de nuestras incursiones, competiríamos de igual a igual
con la guía gastronómica de Gastón. Qué tremendos banquetes nos dábamos a media
semana con los sánguches de «El Arca» o, si nos antojábamos de parrilladas, pegábamos
el salto al frente en el Shanghay de la avenida Sucre en Pueblo Libre. Cierta
vez que nos quedamos «de boleto», y seguro de que la impresionaría, la llevé al
mercado de Sáenz Peña en el Callao para desayunar café y pan con chicharrón en
un puesto que unos chinos abrían desde las seis de la mañana. Vaya si se sorprendió
tanto por el sabor como por la espontánea seguridad que se ofrecía escoltarnos
por el módico precio de un sol apenas salíamos del mercado. Pero la escapada
que recuerdo con mayor cariño y nostalgia es la que significó el inicio de
nuestra relación. La noche anterior la pasamos en su apartamento bebiendo y
cantando. Despertamos, como al mediodía, fatigados, adormecidos, sedientos y
hambrientos como náufragos en ayunas. El cielo anunciaba una soleada tarde de domingo
veraniego. Se imponía rematar la faena con mariscos y cerveza helada. No me
tomó mucho tiempo convencerla. Diana no era de las que se hace rogar. En cuanto
estuvo lista, tomamos el auto y enrumbamos por la Costa Verde directo hasta La
Punta. En el Malecón Pardo se sabe que están los mejores restaurantes de la
zona, pero de lejos el «Manolo» se llevaba el premio mayor al sabor y la
creatividad con su ceviche de mango. Pero antes cruzamos La Perla, y en un
pequeño snack de la avenida Buenos
Aires probamos unos deliciosos postres de casa recomendados por el dueño del
«Manolo». Luego pasamos por Chucuito, barrio que alguna vez albergó a los
primeros inmigrantes italianos llegados al Perú; y de ahí llegamos al Yacht
Club de La Marina, donde cerramos la jornada contemplando la puesta del sol y
bebiendo un par de pisco sours. Tarde maravillosa esa de La Punta. Al final de
la jornada, quedó fascinada y creo que en ese momento verdaderamente se enamoró
de mí por primera vez debido la minuciosa atención que le puse a cada uno de
los detalles de nuestro paseo. De no haber sido así, aquella escapada no habría
significado más que la secuela de una noche de copas entre un hombre y una
mujer a quienes unía una vieja amistad y que con mucha madurez y soltura
volverían a verse las caras días después cual si no pasara nada, sin reproches
ni exigencias. Pero, nuestro camino fue otro y, a partir de esa tarde,
iniciamos un romance que diez años antes hubiera deseado con toda el alma.
Lince, Jesús María, Pueblo Libre, San Isidro, Barranco
y Miraflores los recorrimos de punta a cabo y de cabo a rabo. Nos hicimos
caseritos del Cantarana y su subsidiaria del mercadito de Surco viejo, el
Cantaranita, cuya especialidad era el ceviche palteado, además de repararnos la
«cruda» de la noche anterior. Había que ir poco antes del mediodía o tener
mucha paciencia para esperar por una mesa, ya que todos los noctámbulos de
Barranco, Surco, Miraflores y alrededores concurrían ahí con la misma intención,
sin importar que fuera verano o invierno. A la Posada del Ángel, en Pedro de
Osma, íbamos para escuchar a los anónimos troveros de moda que interpretaban
canciones de Jorge Drexler, Kevin Johansen, Sabina, Filio, Silvio y Pablo,
entre otros. Después de recogerla del hotel, le rogaba porque fuéramos a la
avenida Dos de Mayo en Miraflores por los anticuchos de doña Grimanesa, y en
ocasiones especiales, al «Javier» de abajo el Puente de los Suspiros, donde se
disfruta de una maravillosa vista al mar. Aparte, cada mes planificábamos una
cena en los distintos ambientes del restaurant Patagonia, su preferido entre
todos los que visitamos. La cosa cambiaba cuando íbamos al centro. Allí no le
quedaba otra que rendirse ante mis sugerencias y dejarse guiar como Dante por
Virgilio descendiendo a los infiernos. Nuestra ruta metropolitana empezaba en
la Rockola, el Queirolo, el D´grot o el bar del hotel Bolívar para calentar
motores. Después, bastante más sazonados, pasábamos al Directorio o al Etnias y
rematábamos la noche en el Yacana del jirón de la Unión. En fin, los linderos
de la Plaza San Martín fueron nuestro teatro de operaciones nocturnas. Antes de
nuestro reencuentro, Diana no gustaba mucho de estos sitios, pero conmigo los
vivió de diferente manera. De mi parte, no me cansaba de repetirle que
verdaderamente recién había conocido Lima gracias a ella.
Fueron ocho meses sensacionales e intensos, en los
que me sentí plenamente feliz y disipado de toda preocupación. Incluso el
trajín de la universidad que ya venía fastidiándome tiempo atrás, fue más
llevadero durante el tiempo que vivimos juntos. A las pocas semanas de estar
saliendo y luego de pasar algunas noches en su departamento y ella otras en el
mío, nos dimos cuenta que había que formalizar nuestra relación al menos en lo
concerniente a la convivencia material. Sin embargo, cercano a los treinta, mi
escepticismo sentimental crecía en progresión geométrica, lo cual provocó
verdaderos estragos en quienes tuvieron la mala fortuna de involucrarse conmigo
durante mi «edad de piedra», como suele llamarla Florencia con cierta ironía y
no menos desdén. Florencia sabe que su calculada indiferencia es el secreto de
mi fidelidad hacia ella, la razón por la cual mi espíritu conquistador deviene
en orfandad si ella no está aquí a mi lado. Ese escepticismo fue la causa de mi
fracaso con Diana.
Nunca le oculté mi deseo de salir del Perú. Me
escuchaba con cierta atención, pero de inmediato buscaba alguna actividad para
disimular su molestia, tristeza o la combinación de ambos sentimientos. Si
proponérmelo, el tema salía a relucir en las reuniones de amigos o cuando nos
enterábamos que alguien se iba a estudiar al extranjero.
—Me enteré que Coco Salazar se va a estudiar a
Nueva York. Hizo sus papeles y le dieron la beca en Yale para estudiar el
doctorado en ciencias políticas. Lucy va a aplicar para otra beca en la misma
ciudad y lo alcanzará de todas maneras en unos meses. Deberíamos marcharnos del
Perú, ¿no crees? Todo el mundo se va. No
es difícil. Y no te digo de irnos a la aventura, sino con un plan. Estamos en nuestro
mejor momento. Total ¿nada nos detiene, no? No tenemos hijos, estamos juntos,
la vida nos sonríe.
—En todo caso es tu plan, no el mío. Y no sé qué
tanto estoy incluida en tu proyecto. Y ya que lo mencionas, me gustaría saberlo
para no seguir así porque, francamente, no lo soporto. Parece que no dejas
pasar la ocasión para restregarme en la cara que no aguantas un día más en el
Perú y que te quieres largar, pero que no puedes porque temes lastimarme.
¿Sabes? Ya me cansé de que me veas como la estúpida que no tiene proyectos ni
planes y que solo vive el día a día. No te lo permito, entiendes, no te lo
permito.
—Diana, hagámoslo ahora que tenemos la oportunidad.
Aquí ya lo probamos todo, no habrá mayor sorpresa en adelante para nosotros.
Todos los días son iguales. Ya sabemos de antemano lo que sucederá. No quiero
envejecer dictando clases ni corrigiendo estos malditos exámenes ni trabajando
en tres o cuatro universidades para tener una vida decente. Y no te hablo de
dinero, sino de satisfacción personal. Eres hábil e inteligente. Donde vayas
caerás bien parada. Inténtalo y verás que no es tan difícil como parece. El
idioma no será problema, allá puedes ver algo relacionado a tu rama.
—No es una buena idea, Gabriel, para nada. Yo tengo
aquí a mi familia, un trabajo estable y a mis amigos, a los que detestas, sí y
no me hagas gestos de condescendencia, porque es verdad, los detestas, piensas
que no están a tu altura intelectual, que son poca cosa para ti porque no han
leído todo lo que el señor Del Valle leyó y porque no pueden sostener una
conversación contigo. ¿Es cierto, no? Solo me acompañas para complacerme, para
que no me moleste, para llevar la fiesta en paz, pero no disfrutas ni un
segundo los momentos que comparto con la gente que me llena la vida y que para
ti es ridícula.
—Lo que piense de ellos no tiene nada que ver
contigo ni con nuestra relación. Te estoy proponiendo que hagamos un plan
juntos y que me apoyes en esta idea que nos beneficiará a los dos.
—Sí tiene mucho que ver, porque no te gusta mi
estilo de vida, no te gusta lo que soy ni lo que hago, no te interesa un pepino
quién soy ni lo que pienso acerca de mi futuro. Solo estás preocupado en
pasarla bien tú, divertirte tú, ser tú y tú para todo. ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo?
Soy la figurita decorativa en tu álbum de fotos, la-chica-que-te-hace-feliz a
costa de no saber qué pasara mañana con ella, si te marcharás o si cambiarás de
planes. No soy suficiente para ti, soy poca cosa para ti. Por eso serías capaz
de irte y mandar todo al diablo, porque no te importa, no te afecta, no pierdes
nada. Nada de lo que yo diga o haga te hará cambiar de opinión, pero, eso sí,
no voy a soportar una queja más tuya sobre lo dramática que es tu vida. ¿Sabes
cuánta gente quisiera estar en tu lugar y en el mío? ¿En qué cabeza es posible
que alguien quiera abandonar a la mujer que dice amar, un buen empleo y a su
familia para largarse a estudiar al extranjero?
—Nadie va a abandonar a nadie. Soy feliz contigo,
pero quiero que nos vayamos juntos. No hay que elegir entre una u otra cosa. No
estoy diciéndote que me voy sin más ni más, quiero hacerlo contigo. ¿Es tan
difícil de entenderlo? Esta ciudad y este país no tienen más que ofrecernos.
Nos merecemos algo mejor, mucho mejor, o si quieres verlo de otra manera, algo
diferente, nuevo, interesante, desafiante. Lima, la verdad, me está matando de
a pocos. La fe que había perdido en esta ciudad la recuperé al volverte a ver;
gracias a ti es que para mí Lima no termina engulléndome. Pero no quiero que
esto se convierta en una carrera de resistencia. Quiero estar lejos, lejos de
todo, empezar de nuevo, solo contigo.
—Son tus planes, Gabriel, date cuenta, por Dios,
son tus planes, no los míos. Yo soy feliz aquí, con mis estúpidos amigos, con
esta ciudad violenta de gente maleducada, de secuestros al paso y balas
perdidas, y de cielo gris e invierno húmedo, ese que te da alergia pero que yo
adoro desde niña. Yo no pienso en una vida académica ni de reconocimientos ni de estadías temporales en
un sitio u otro. Yo quiero una vida segura aquí y ahora, Gabriel. Y la
compartiré con el hombre que piense igual que yo. Tú eres capaz de dejar todo
de un día para otro. No tienes bandera, así como llegas, te vas, no te aferras
a nada. No eres el chico que conocí la primera vez, sencillo, simple, natural.
Ahora eres una máquina obsesionada por ganar una patente de reconocimiento que
tal vez nunca llegará.
—Diana, piensa. ¿Crees que no vale la pena
esforzarnos por permanecer juntos? Por Dios, Diana, ¿qué te ocurre? La
oportunidad la tenemos allí. Solo
debemos tomarla.
—Tal vez este sea el momento en que debas
preguntártelo nuevamente. Si vale la pena estar juntos. Si es que no soy un
estorbo en tu vida. Lo siento, pero soy así. Soy simple, básica, común,
corriente. Nada espectacular. Pero me gusta lo que hago y cómo soy. No
cambiaría nada de lo que tengo por irme a otro país a comenzar de nuevo solo
porque mi novio quiere convertirse en una celebridad o porque se cree un
intelectual incomprendido.
—Diana. Volveré a preguntártelo. ¿Estás conmigo en
este proyecto?
—Basta. No quiero hablar más del tema. No soy para
ti, Gabriel. Quiero que te vayas. ¿Me oyes? ¿No escuchaste lo que dije? No me
iré de aquí. Solo te quieres a ti mismo, amas tus obsesiones. Quieres cobrarte
una revancha contra la vida. A mí no me vas a arrastrar en tus traumas. No voy
a echar por la borda lo que tengo por tu estúpido egoísmo.
—Si esto es lo que quieres, trabajar todo el día,
anochecer para amanecer sin mayor cambio, salir con tus amigos, beber,
juerguear, salir y nada más… conversar con esa partida de escritores fracasados
a quien nadie leerá, está bien. Si eso es lo que quieres, quédate con tu vida.
Me equivoqué en creer que podría construir algo contigo. Quédate con tus
amigos.
—Vete, por favor, vete, solo vete.
Recogí mis cosas un sábado por la tarde a inicios
de diciembre. El año terminaba y con él mi relación con Diana. Su prima Kathie
me abrió la puerta del departamento. Diana se había dado el tiempo para separar
absolutamente todas mis pertenencias, hasta las más prescindibles. Con lo que
vine, me fui. No la llamé ni le escribí ni pregunté por ella. Corté vínculos
con los amigos comunes y frecuenté lugares distintos a los que íbamos para no
toparnos ni de casualidad. Así fue como liquidamos nuestra relación. Bastó una
discusión de un cuarto de hora para demoler un sentimiento que estaba sostenido
sobre una fe ciega e ingenua.
***
Antes de pasar a la sala de embarque, fingí ir al
baño, pero en realidad llamé a Diana. María me consiguió su número de móvil y
me lo pasó por email. Inventé mil y
un pretextos para no verla y contarnos nuestras vidas. Marqué y a la primera
timbrada me contestó, oí su voz y la de una criancinha
que chillaba ensordecedoramente. «¿Aló, ¿Bueno? ¿Aló? No sé, no sé quién
es. No contesta, ya niña deja eso, ¿aló?». Colgué de inmediato y volví con
Florencia. Las mujeres no requieren de evidencias para comprobar sus arrojadas
hipótesis. Simplemente las lanzan y punto. Luego de tomar asiento y mientras me
abrochaba el cinturón de seguridad me preguntó «qué había sido de tu noviecita
limeña, esa que no se atrevió a seguirte al Brasil. ¿Sabés algo de ella?». «No,
para nada», respondí. Reclinó su asiento, cogió una revista y mientras la
hojeaba sin mirarme sentenció: «apuesto que se casó y ya es mamá. Ni tonta que
fuera para esperarte». Ignoré su comentario. Giré hacia la ventana y observé
cómo la ciudad desaparecía detrás del techo de nubes que aún la cubría inicios
de diciembre. Cogí el libro y comencé a leerlo durante las tres horas y media de
vuelo a Córdoba.