AL FINAL DE UNO DE LOS CORREDORES, se instalaron los puestos menos frecuentados por los visitantes. Aunque vendían libros a muy bajo precio, casi nadie se fijaba en ellos. Estaban muy deteriorados. En comparación con el resto, esta zona desentonaba con la tradición de la «Carlos Prince», pues uno de libreros, un diminuto viejito que atendía muy mal —y que parecía desconocer absolutamente lo que vendía— contravenía todo lo que esta feria significaba para aquellos que la visitábamos con verdadera devoción. El suyo no era, definitivamente, el más surtido ni ordenado de todos los stands. Llamaba la atención por el desorden, el deterioro de los libros y el irrisorio precio al que los vendía. A su propietario parecían no interesarle esos detalles, ya que no se esforzaba lo más mínimo por atender, al menos con buen semblante y disposición, a los escasos interesados que curioseaban entre sus libros.
Vino un joven que preguntó sin rodeos el precio de esa novela. Sabía lo que buscaba. No me hizo perder el tiempo ni preguntó el precio en vano. Tampoco regateó ridículamente como todos los que vienen por acá después de gastar buen dinero en la feria. Me miraba con bastante autosuficiencia, como perdonándome la existencia en cada vistazo que daba al viejo estante. «Cinco soles», le dije. Eso cuesta. ¿Lo lleva? Tenía consigo una bolsa con varios libros que seguro compró en la feria. Casi sin mirarme me alcanzó una moneda y revisó que no le faltara alguna página. Si le decía veinte o treinta igual pagaba, estoy seguro. Traía buen reloj, gafas oscuras de marca y un inusual bronceado para la época. «Está completo», le dije. «Nunca se sabe, maestro, mejor revisar sino cuándo te encuentro otra vez. Dígame, ¿por qué este vale más que el resto de tus libros?». «A ver muchacho, dime, ¿tienes la menor idea de lo que estás llevando?». «Claro. La única novela de Fernando Alencastre, mi paisano. Ensayista, sociólogo e historiador de ideas políticas. Por lo que sé, su única aventura literaria fue esta fallida novela. La vi aquí y a comprarla me dije. La verdad pensé que la vendería a más precio. Así nomás no se encuentra. San Agustín la publicó en los setentas en una colección que pasó inadvertida. Nunca más nadie después se animó a reeditarla. Me enteré que por ahí algunos críticos y escritores la vetaron y por ello no salió en la colección de El C*». «No sabes más de lo que cualquiera se informa en ese mamarracho de suplemento que publica El C* cada domingo. ¿Sabías que su director no tuvo las agallas de responder la carta que Fernando le escribió protestando por la publicación de un ataque personal contra él? Fernando…». «Créame, maestro, que me encantaría oír la historia completa pero debo irme sino perderé mi vuelo. Le prometo que me pondré al día. Gracias». «Una última cosa, —lo tomé del brazo con angustia y determinación, como revelándole una secreta súplica, un mandato— a qué te dedicas. Profesor universitario ¿en San Marcos, no? Supongo ¡Ah! en el extranjero, qué bien, qué bien. Haga algo por favor. Publique una nota sobre esta novela. Fernando se lo hubiera agradecido. Yo… lo conocí, sabe, guardo un grato recuerdo de él y…». «Ok, maestro, mil gracias por el dato, pero no soy crítico literario, sino sociólogo. Veré qué hago, debo irme. Un placer».
Frunció el entrecejo y volvió a su ensimismamiento. A quitar el polvo acumulado sobre su viejo estante al borde del colapso, a resanar las viejas heridas de los pocos libros que reposaban desperdigados sobre una canastilla semejante a las utilizadas para vender pan. Era un puesto miserable—de verdad— decadente y ruinoso. El evidente reflejo de lo que había sido la vida de ese pobre hombre, a quien tiempo después llegué a admirar y compadecer por su resistencia ante el olvido y por su lealtad hacia un maestro y amigo que estuvo más cerca de la gloria que él. Estaba con el tiempo justo, así que me retiré.
Llamé a Florencia para avisarle que estaba en camino. «¿Dónde te has metido? ¿Te preguntás quién me va a ayudar a empacar? ¡A ver si don Gabriel Del Valle se digna ayudarme y no me deja como siempre todo a mí! Nos quedan tres horas así que más vale que llegués a tiempo». Sonreí silenciosamente. Eché un último vistazo a las calles, a los edificios y a la gente de esta ciudad que me tomó 10 años comprender y que se llevó buena parte de mi juventud empeñada en recuperar la estabilidad material y emocional de mi familia, a pesar de la mala onda que de vez en cuando arrojaba sobre nosotros la tía S. y su hija, quien infructuosamente intentaba emular a su madre en el arte de la intriga, la maledicencia y la vulgaridad sonora. Precisamente, la recordaba en el instante que por estos azares del destino, el taxi tomó la avenida Arequipa a la altura de Risso y cruzó frente a su casa. La única concesión de Florencia fue no visitar a la tía S. Estuvo plenamente de acuerdo conmigo en que no valía la pena. Por intermedio de mis primos nos enteramos que estaba internada en una clínica hacía varias semanas debido a un accidente doméstico. La fractura de la cadera resultó más grave de lo que pensaban y cada día su salud se iba deteriorando más. Lo que para la familia limeña era, pese a la mala entraña de la tía S. reconocida por tirios y troyanos, una pena —pues nadie puede alegrarse de la desgracia ajena, decían— para mí fue un manifiesto regocijo que me esforcé por no ocultar en cuanta oportunidad tenía para hacerlo. Eran los únicos instantes que verdaderamente disfrutaba durante aquellas últimas reuniones meses previos a su fallecimiento. Me complacía ver los rostros desencajados de mis primos, tíos, sobrinos y demás allegados cuando muy suelto de huesos trazaba un retrato oral de lo que significó para mí la tía S. «No siento lo mismo que ustedes, en serio, lo lamento, pero no puedo y sobre todo no quiero. No me entristece para nada la situación de la tía porque se lo merece: alguien que dedicó su vida a trepar rastreramente para ubicarse cómodamente como la distinguida esposa de un ingeniero norteamericano y así tener la oportunidad tan ansiada de frecuentar el Club Nacional, su mayor aspiración de vida». A las pocas semanas que nació Valentina, falleció la tía S. De alguna manera, la llegada de mi hija borraba de este mundo la nefasta presencia de esa mujer, lo cual me reconfortaba en extremo.
Vino un joven que preguntó sin rodeos el precio de esa novela. Sabía lo que buscaba. No me hizo perder el tiempo ni preguntó el precio en vano. Tampoco regateó ridículamente como todos los que vienen por acá después de gastar buen dinero en la feria. Me miraba con bastante autosuficiencia, como perdonándome la existencia en cada vistazo que daba al viejo estante. «Cinco soles», le dije. Eso cuesta. ¿Lo lleva? Tenía consigo una bolsa con varios libros que seguro compró en la feria. Casi sin mirarme me alcanzó una moneda y revisó que no le faltara alguna página. Si le decía veinte o treinta igual pagaba, estoy seguro. Traía buen reloj, gafas oscuras de marca y un inusual bronceado para la época. «Está completo», le dije. «Nunca se sabe, maestro, mejor revisar sino cuándo te encuentro otra vez. Dígame, ¿por qué este vale más que el resto de tus libros?». «A ver muchacho, dime, ¿tienes la menor idea de lo que estás llevando?». «Claro. La única novela de Fernando Alencastre, mi paisano. Ensayista, sociólogo e historiador de ideas políticas. Por lo que sé, su única aventura literaria fue esta fallida novela. La vi aquí y a comprarla me dije. La verdad pensé que la vendería a más precio. Así nomás no se encuentra. San Agustín la publicó en los setentas en una colección que pasó inadvertida. Nunca más nadie después se animó a reeditarla. Me enteré que por ahí algunos críticos y escritores la vetaron y por ello no salió en la colección de El C*». «No sabes más de lo que cualquiera se informa en ese mamarracho de suplemento que publica El C* cada domingo. ¿Sabías que su director no tuvo las agallas de responder la carta que Fernando le escribió protestando por la publicación de un ataque personal contra él? Fernando…». «Créame, maestro, que me encantaría oír la historia completa pero debo irme sino perderé mi vuelo. Le prometo que me pondré al día. Gracias». «Una última cosa, —lo tomé del brazo con angustia y determinación, como revelándole una secreta súplica, un mandato— a qué te dedicas. Profesor universitario ¿en San Marcos, no? Supongo ¡Ah! en el extranjero, qué bien, qué bien. Haga algo por favor. Publique una nota sobre esta novela. Fernando se lo hubiera agradecido. Yo… lo conocí, sabe, guardo un grato recuerdo de él y…». «Ok, maestro, mil gracias por el dato, pero no soy crítico literario, sino sociólogo. Veré qué hago, debo irme. Un placer».
Frunció el entrecejo y volvió a su ensimismamiento. A quitar el polvo acumulado sobre su viejo estante al borde del colapso, a resanar las viejas heridas de los pocos libros que reposaban desperdigados sobre una canastilla semejante a las utilizadas para vender pan. Era un puesto miserable—de verdad— decadente y ruinoso. El evidente reflejo de lo que había sido la vida de ese pobre hombre, a quien tiempo después llegué a admirar y compadecer por su resistencia ante el olvido y por su lealtad hacia un maestro y amigo que estuvo más cerca de la gloria que él. Estaba con el tiempo justo, así que me retiré.
Llamé a Florencia para avisarle que estaba en camino. «¿Dónde te has metido? ¿Te preguntás quién me va a ayudar a empacar? ¡A ver si don Gabriel Del Valle se digna ayudarme y no me deja como siempre todo a mí! Nos quedan tres horas así que más vale que llegués a tiempo». Sonreí silenciosamente. Eché un último vistazo a las calles, a los edificios y a la gente de esta ciudad que me tomó 10 años comprender y que se llevó buena parte de mi juventud empeñada en recuperar la estabilidad material y emocional de mi familia, a pesar de la mala onda que de vez en cuando arrojaba sobre nosotros la tía S. y su hija, quien infructuosamente intentaba emular a su madre en el arte de la intriga, la maledicencia y la vulgaridad sonora. Precisamente, la recordaba en el instante que por estos azares del destino, el taxi tomó la avenida Arequipa a la altura de Risso y cruzó frente a su casa. La única concesión de Florencia fue no visitar a la tía S. Estuvo plenamente de acuerdo conmigo en que no valía la pena. Por intermedio de mis primos nos enteramos que estaba internada en una clínica hacía varias semanas debido a un accidente doméstico. La fractura de la cadera resultó más grave de lo que pensaban y cada día su salud se iba deteriorando más. Lo que para la familia limeña era, pese a la mala entraña de la tía S. reconocida por tirios y troyanos, una pena —pues nadie puede alegrarse de la desgracia ajena, decían— para mí fue un manifiesto regocijo que me esforcé por no ocultar en cuanta oportunidad tenía para hacerlo. Eran los únicos instantes que verdaderamente disfrutaba durante aquellas últimas reuniones meses previos a su fallecimiento. Me complacía ver los rostros desencajados de mis primos, tíos, sobrinos y demás allegados cuando muy suelto de huesos trazaba un retrato oral de lo que significó para mí la tía S. «No siento lo mismo que ustedes, en serio, lo lamento, pero no puedo y sobre todo no quiero. No me entristece para nada la situación de la tía porque se lo merece: alguien que dedicó su vida a trepar rastreramente para ubicarse cómodamente como la distinguida esposa de un ingeniero norteamericano y así tener la oportunidad tan ansiada de frecuentar el Club Nacional, su mayor aspiración de vida». A las pocas semanas que nació Valentina, falleció la tía S. De alguna manera, la llegada de mi hija borraba de este mundo la nefasta presencia de esa mujer, lo cual me reconfortaba en extremo.
Terminamos de empacar todo y recién nos dimos cuenta del incremento de nuestro equipaje por los obsequios y encargos recibidos. «Qué remedio, Gabito, tenés una familia muy singular. Como todas. La mía, los conocés, no es menos problemática, pero la tuya, querido, la tuya es de novela». El taxi que nos conduciría al Jorge Chávez llegó puntual. Prometimos a mi tía Claudia y al tío Alberto que de regreso los visitaríamos nuevamente. Florencia los comprometió a que nos devolvieran el gesto para el primer aniversario de nuestra hija, a lo que ambos accedieron muy gustosos. Eran los únicos familiares que me alegró ver durante esos brevísimos días. No hubo tanto tiempo para los amigos, pese a que muchos no me quedaban. Por decisión propia, corté vínculos con varios colegas —más bien los descuidé intencionalmente— ex compañeros de la universidad y amigos varios. Desde que conocí a Florencia ya no los necesitaba.
Una vez que las cosas estuvieron saneadas en mi familia, decidí que era momento de velar por mi bienestar. Y aunque mal no la pasaba en lo laboral —vivía confortablemente y sin compromiso serio a la vista— no me veía a largo plazo dictando en cuatro universidades, corrigiendo cuantiosos exámenes ni envejeciendo en el mismo lugar siendo que el mundo estaba allí afuera esperándome. Un par de viajes al exterior durante las vacaciones justificaban el esfuerzo del año, pero yo quería más. Quería irme, pasar una larga temporada fuera del Perú. Verlo desde lejos sin ningún asomo de nostalgia, sino más bien con visible indiferencia. Para ello eché mano de las acertadas sugerencias de Alina Flores-Leslie, a quien conocí en un simposio internacional en el Tecnológico de Monterrey. Alina había estudiado en Brasil y Alemania. Era una tipa genial, muy aguda, inteligente y vivaz. Gracias a ella, contacté a un profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro que me dio luces para perfilar un proyecto acerca de las memorias postdictaduras en Perú, Chile y Argentina. Iniciados los trámites, solo restaba esperar el resultado de mi postulación. El único impasse para una retirada limpia y silenciosa era mi relación con Diana, mi última novia limeña antes del exilio voluntario.