lunes, 18 de junio de 2012

IV. ESA RUBIA DEBILIDAD (1)






AL FINAL DE UNO DE LOS CORREDORES, se instalaron los puestos menos frecuentados por los visitantes. Aunque vendían libros a muy bajo precio, casi nadie se fijaba en ellos. Estaban muy deteriorados. En comparación con el resto, esta zona desentonaba con la tradición de la «Carlos Prince», pues uno de libreros, un diminuto viejito que atendía muy mal —y que parecía desconocer absolutamente lo que vendía— contravenía todo lo que esta feria significaba para aquellos que la visitábamos con verdadera devoción. El suyo no era, definitivamente, el más surtido ni ordenado de todos los stands. Llamaba la atención por el desorden, el deterioro de los libros y el irrisorio precio al que los vendía. A su propietario parecían no interesarle esos detalles, ya que no se esforzaba lo más mínimo por atender, al menos con buen semblante y disposición, a los escasos interesados que curioseaban entre sus libros.

Vino un joven que preguntó sin rodeos el precio de esa novela. Sabía lo que buscaba. No me hizo perder el tiempo ni preguntó el precio en vano. Tampoco regateó ridículamente como todos los que vienen por acá después de gastar buen dinero en la feria. Me miraba con bastante autosuficiencia, como perdonándome la existencia en cada vistazo que daba al viejo estante. «Cinco soles», le dije. Eso cuesta. ¿Lo lleva? Tenía consigo una bolsa con varios libros que seguro compró en la feria. Casi sin mirarme me alcanzó una moneda y revisó que no le faltara alguna página. Si le decía veinte o treinta igual pagaba, estoy seguro. Traía buen reloj, gafas oscuras de marca y un inusual bronceado para la época. «Está completo», le dije. «Nunca se sabe, maestro, mejor revisar sino cuándo te encuentro otra vez. Dígame, ¿por qué este vale más que el resto de tus libros?». «A ver muchacho, dime, ¿tienes la menor idea de lo que estás llevando?». «Claro. La única novela de Fernando Alencastre, mi paisano. Ensayista, sociólogo e historiador de ideas políticas. Por lo que sé, su única aventura literaria fue esta fallida novela. La vi aquí y a comprarla me dije. La verdad pensé que la vendería a más precio. Así nomás no se encuentra. San Agustín la publicó en los setentas en una colección que pasó inadvertida. Nunca más nadie después se animó a reeditarla. Me enteré que por ahí algunos críticos y escritores la vetaron y por ello no salió en la colección de El C*». «No sabes más de lo que cualquiera se informa en ese mamarracho de suplemento que publica El C* cada domingo. ¿Sabías que su director no tuvo las agallas de responder la carta que Fernando le escribió protestando por la publicación de un ataque personal contra él? Fernando…». «Créame, maestro, que me encantaría oír la historia completa pero debo irme sino perderé mi vuelo. Le prometo que me pondré al día. Gracias». «Una última cosa, —lo tomé del brazo con angustia y determinación, como revelándole una secreta súplica, un mandato— a qué te dedicas. Profesor universitario ¿en San Marcos, no? Supongo ¡Ah! en el extranjero, qué bien, qué bien. Haga algo por favor. Publique una nota sobre esta novela. Fernando se lo hubiera agradecido. Yo… lo conocí, sabe, guardo un grato recuerdo de él y…». «Ok, maestro, mil gracias por el dato, pero no soy crítico literario, sino sociólogo. Veré qué hago, debo irme. Un placer».

Frunció el entrecejo y volvió a su ensimismamiento. A quitar el polvo acumulado sobre su viejo estante al borde del colapso, a resanar las viejas heridas de los pocos libros que reposaban desperdigados sobre una canastilla semejante a las utilizadas para vender pan. Era un puesto miserable—de verdad— decadente y ruinoso. El evidente reflejo de lo que había sido la vida de ese pobre hombre, a quien tiempo después llegué a admirar y compadecer por su resistencia ante el olvido y por su lealtad hacia un maestro y amigo que estuvo más cerca de la gloria que él. Estaba con el tiempo justo, así que me retiré.

Llamé a Florencia para avisarle que estaba en camino. «¿Dónde te has metido? ¿Te preguntás quién me va a ayudar a empacar? ¡A ver si don Gabriel Del Valle se digna ayudarme y no me deja como siempre todo a mí! Nos quedan tres horas así que más vale que llegués a tiempo». Sonreí silenciosamente. Eché un último vistazo a las calles, a los edificios y a la gente de esta ciudad que me tomó 10 años comprender y que se llevó buena parte de mi juventud empeñada en recuperar la estabilidad material y emocional de mi familia, a pesar de la mala onda que de vez en cuando arrojaba sobre nosotros la tía S. y su hija, quien infructuosamente intentaba emular a su madre en el arte de la intriga, la maledicencia y la vulgaridad sonora. Precisamente, la recordaba en el instante que por estos azares del destino, el taxi tomó la avenida Arequipa a la altura de Risso y cruzó frente a su casa. La única concesión de Florencia fue no visitar a la tía S. Estuvo plenamente de acuerdo conmigo en que no valía la pena. Por intermedio de mis primos nos enteramos que estaba internada en una clínica hacía varias semanas debido a un accidente doméstico. La fractura de la cadera resultó más grave de lo que pensaban y cada día su salud se iba deteriorando más. Lo que para la familia limeña era, pese a la mala entraña de la tía S. reconocida por tirios y troyanos, una pena —pues nadie puede alegrarse de la desgracia ajena, decían— para mí fue un manifiesto regocijo que me esforcé por no ocultar en cuanta oportunidad tenía para hacerlo. Eran los únicos instantes que verdaderamente disfrutaba durante aquellas últimas reuniones meses previos a su fallecimiento. Me complacía ver los rostros desencajados de mis primos, tíos, sobrinos y demás allegados cuando muy suelto de huesos trazaba un retrato oral de lo que significó para mí la tía S. «No siento lo mismo que ustedes, en serio, lo lamento, pero no puedo y sobre todo no quiero. No me entristece para nada la situación de la tía porque se lo merece: alguien que dedicó su vida a trepar rastreramente para ubicarse cómodamente como la distinguida esposa de un ingeniero norteamericano y así tener la oportunidad tan ansiada de frecuentar el Club Nacional, su mayor aspiración de vida». A las pocas semanas que nació Valentina, falleció la tía S. De alguna manera, la llegada de mi hija borraba de este mundo la nefasta presencia de esa mujer, lo cual me reconfortaba en extremo.


Terminamos de empacar todo y recién nos dimos cuenta del incremento de nuestro equipaje por los obsequios y encargos recibidos. «Qué remedio, Gabito, tenés una familia muy singular. Como todas. La mía, los conocés, no es menos problemática, pero la tuya, querido, la tuya es de novela». El taxi que nos conduciría al Jorge Chávez llegó puntual. Prometimos a mi tía Claudia y al tío Alberto que de regreso los visitaríamos nuevamente. Florencia los comprometió a que nos devolvieran el gesto para el primer aniversario de nuestra hija, a lo que ambos accedieron muy gustosos. Eran los únicos familiares que me alegró ver durante esos brevísimos días. No hubo tanto tiempo para los amigos, pese a que muchos no me quedaban. Por decisión propia, corté vínculos con varios colegas —más bien los descuidé intencionalmente— ex compañeros de la universidad y amigos varios. Desde que conocí a Florencia ya no los necesitaba.

Una vez que las cosas estuvieron saneadas en mi familia, decidí que era momento de velar por mi bienestar. Y aunque mal no la pasaba en lo laboral —vivía confortablemente y sin compromiso serio a la vista— no me veía a largo plazo dictando en cuatro universidades, corrigiendo cuantiosos exámenes ni envejeciendo en el mismo lugar siendo que el mundo estaba allí afuera esperándome. Un par de viajes al exterior durante las vacaciones justificaban el esfuerzo del año, pero yo quería más. Quería irme, pasar una larga temporada fuera del Perú. Verlo desde lejos sin ningún asomo de nostalgia, sino más bien con visible indiferencia. Para ello eché mano de las acertadas sugerencias de Alina Flores-Leslie, a quien conocí en un simposio internacional en el Tecnológico de Monterrey. Alina había estudiado en Brasil y Alemania. Era una tipa genial, muy aguda, inteligente y vivaz. Gracias a ella, contacté a un profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro que me dio luces para perfilar un proyecto acerca de las memorias postdictaduras en Perú, Chile y Argentina. Iniciados los trámites, solo restaba esperar el resultado de mi postulación. El único impasse para una retirada limpia y silenciosa era mi relación con Diana, mi última novia limeña antes del exilio voluntario.

domingo, 10 de junio de 2012

III. ME VERÁS VOLVER (2)



El debate en los claustros de La Compañía de Jesús fue memorable. El centro federado de sociales estaba controlado por los marxistas de la Comuna Roja,liderados por Alfredo Cerdeña. Las facciones trotskistas disidentes formaron La Coalición. Las autoridades de San Agustín veían con suma preocupación la proliferación de estos movimientos estudiantiles radicales, profundamente ideologizados y cuyo objetivo explícito era tomar el control de la universidad como parte de un plan mayor de acciones dirigidas a ejecutar una revolución social de gran magnitud. Una situación así era esperable luego de la Reforma Universitaria de 1920. Por ello, el rector no disimuló su preferencia por La Compañía, lista encabezada por Fernando Alencastre, a la cual apoyaron decididamente. «En usted, Alencastre, depositamos nuestra entera confianza. Si no hacemos algo hoy que todavía conservamos el control de la universidad, nos espera la barbarie. Si bien no podemos ir contra la Reforma, se puede dilatar su ejecución hasta que las condiciones sean las más favorables. Aquí no tenemos las luminarias de San Marcos, pero con todo allá la Reforma Universitaria ha sido radical, como usted ya lo sabrá. Esto del cogobierno es una insensatez de las más grandes. Ahora resulta que los estudiantes van a decidir los rumbos de la universidad junto a sus maestros. De un momento a otro, nos salen con toma de locales, veto a profesores de excelente trayectoria y libre asistencia a la cátedra. Es el mundo al revés. No siendo suficiente, comunistas de toda laya están azuzando a los indios en las comunidades, a los estudiantes en la universidad y a los obreros en las fábricas. Quieren que indios, estudiantes y obreros integren un frente político-social común para asegurar el triunfo de su revolución. No lo permita, Alencastre».

La víspera de las elecciones para la Asamblea Universitaria tuvo como colofón un debate público entre los principales representantes de cada lista. El rectorado no autorizó el uso de los auditorios, pero Fernando interpuso sus buenos oficios con los jesuitas para que este se llevara a cabo en los claustros de La Compañía de Jesús.

«Quienes me han precedido, están empeñados en combatir el capitalismo, lanzar mueras contra la oligarquía y enterrar todo vestigio de opresión a sangre y fuego sin importar el sacrificio que demanda semejante empresa. “Destruir para construir”, “desde abajo y hacia la izquierda” son las consignas que los guían. No puedo negar que son muy nobles los motivos que animan sus propuestas. ¿Quién en sus cabales se opondría a que exista mayor igualdad entre los hombres? ¿Y quién renunciaría sin más a su libertad sin mellar su condición humana? Por supuesto, ninguno de nosotros. Sin embargo, la historia está repleta de buenas intenciones, de gestos altruistas, de muy loables proyectos que desencadenaron oleadas de violencia, muerte y horror. En la búsqueda de mayor igualdad y libertad, sin duda la más perjudicada es esta última, porque, como he venido oyéndolos, las necesidades de muchos se imponen sobre las necesidades de pocos. ¿Cómo podría, entonces, conducirnos el socialismo a una sociedad más justa si no hay libertad para disentir? ¿Cómo, explíquennos por favor, cómo se podría aplicar el socialismo sin violentar la voluntad de los que no lo compartimos? Por eso yo le digo claramente aquí, Alfredo, delante de este auditorio, que en un futuro próximo, no sé dónde ni cuándo pero sí cómo, lamentaremos todos, usted y yo, la puesta en práctica de los conceptos que su grupo defiende. Es como si lo estuviera viendo frente a mis ojos. Tal vez usted y yo no estemos para verlo, pero sí nuestros hijos. Quiero dejar en claro que no comulgo en absoluto con ninguno de los planteamientos sostenidos por la agrupación que usted lidera, lo que no compromete mi admiración por su entrega intelectual y buena disposición al debate (hasta donde mis palabras pongan a prueba su paciencia). La revolución no es el camino. Le confieso que no me gusta esa palabra, prefiero evolución. Si ustedes persisten en diseminar el socialismo, ello sería para el Perú la última desgracia, el último absurdo y la última plaga. Ideas como la suya solo exacerban los ánimos ya caldeados por la indolencia, debo aceptarlo, de una rancia aristocracia nacional que todavía no se despercude de los vicios que heredó de la Colonia. En ello se aplica con justicia el refrán que reza sarna con gusto no pica. Sin embargo, ello no es motivo para incendiar la pradera como he oído que su agrupación denomina al advenimiento de una nueva era. Al menos, si no llego a ver los torrentes de sangre que sus huestes reclaman, estaré tranquilo con mi conciencia, pues, aunque usted diga que miramos hacia otro lado, lo hicimos por la natural repulsión que el ser humano siente frente al horror. La historia dirá en su momento que un reducido pero compacto grupo de jóvenes agustinos de esta ciudad, en estos claustros que alguna vez albergaron el saber impartido por los maestros de la Compañía de Jesús, marcamos distancia con la profecía revolucionaria que ustedes anuncian como único medio para lograr la unidad de la nación. Introducirlo por simiesca imitación, sería ridículo, insensato y criminal, porque se nos inocularía un fermento de odios y discordias aún más activo, un veneno incluso más letal que el racismo o el fanatismo religioso. Asistiríamos todos a la hoguera de nuestra debacle general. Gracias».

«Compañeros: la intervención del compañero Alencastre me recuerda la monserga que me producían las amonestaciones de los curas que en la escuela me conminaban a retomar el recto camino y abandonar los senderos de la rebeldía. Luego, ese hastío adolescente se tradujo en vigorosa indignación ahora que soy joven como ustedes, no solo por la edad en que me encuentra la vida, sino porque nunca como antes he sentido el llamado a manifestar abiertamente mis enfados, decepciones y alegrías con tanta intensidad. Unidos vencimos el miedo y nos sobrepusimos a la intimidación de quienes deseaban encorsetar nuestra legítima indignación bajo la apariencia de las buenas maneras y de una fe que solo concedía resignación para los débiles, pero nunca protagonismo ni autonomía. El niño y el anciano están negados para cultivar un espíritu revolucionario, el primero por su precocidad e ingenuidad, el segundo porque la vida no le da para más. Solo un espíritu joven cuyas acciones se encuentren a la altura de su indignación podría llevar a buen puerto la revolución que anhelamos. Nuestra juventud, Alencastre, es un acto vital: lo somos porque pensamos, sentimos y actuamos como jóvenes. Lo vertido por usted ante este auditorio me lleva a pensar que ha envejecido prematuramente y que pese a ser nuestro contemporáneo, ya no huele más a espíritu joven. Lo evidencian su escasa osadía, su mojigata seguridad. El horror que ha mostrado ante el advenimiento de la revolución me sugiere que usted y sus partidarios marcharían impasibles hacia un estable desastre antes que ensayar una maniobra temeraria para cambiar el curso de un destino fatal. No basta con reconocer la nobleza que anima nuestra lucha ni la obsolescencia del pensamiento conservador: para nosotros quedó en el pasado la etapa de la contemplación inútil de la realidad, ahora nos dedicaremos a transformarla a contraluz de quienes se esfuerzan por retrasar los cambios. La violencia que tengamos que imprimirle a nuestra lucha será proporcional a la resistencia que ofrezcan los opresores del pueblo: mientras más necia sea, mayor tiempo y violencia será necesaria para doblegarlos. ¿O cree usted de buen grado aceptarán perder sus privilegios? Recuerde sino los comentarios de la gente bien de Arequipa cuando los Hermanos de La Salle juntaron en un mismo salón a los Ricketts y los Mamani, al hijo del juez y al del obrero, al de la señorona de Yanahuara y al de su criada. ¿Y así condena usted la violencia cuando ha sido consubstancial a las prácticas de su clase social? Como podrá ver, Alencastre, incluso en la víspera de su decadencia, a su clase le toca jugar un papel importante en la conquista de la revolución: no entorpecer el curso de la historia. Nunca lo olviden, compañeros, nuestras acciones, hoy más que nunca, deberán estar a la altura de nuestra indignación».


Los estudiantes aplaudieron de pie, mientras tanto los profesores que habían asistido aprovecharon para retirarse discretamente. La suerte estaba echada. La Coalición de Alfredo Cerdeña logró colocar a varios miembros de su lista en la Asamblea Universitaria. Negociaron cuotas de poder con Comuna Roja, La Bisagra y El Desorden, ya que se necesitaban mutuamente para neutralizar a los simpatizantes de Fernando Alencastre, precaución más bien exagerada tomando en cuenta que La Compañía carecía de una representación estudiantil contundente: no eran más que un puñado de jovencitos provenientes de familias adineradas, influyentes pero en franca decadencia entre los que de lejos sobresalía Fernando. Pero a Alfredo le preocupaba algo más que ganar las elecciones universitarias. Estaba afanado en sembrar convicciones ideológicas en sus compañeros. «En el futuro será fundamental para que todo lo avanzado no se desplome en el aire si es que los represores aplican la fuerza. Debemos estar preparados para resistir los embates de la reacción, de quienes no aceptan el curso histórico y natural de su decadencia». Y no se equivocó. A fin de cuentas, el triunfo de La Coalición y la unión de los movimientos estudiantiles de izquierda fue un espejismo, una victoria pírrica que se desvaneció con el advenimiento de la dictadura. Había que esperar un par de años más.


 
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